miércoles, 20 de octubre de 2010

Paris: liberté, egalité, fraternité y cielo azul (Parte II)

Después de una serie de combinaciones en el metro, llegamos a la Rue Rouvet, donde nos esperaban Martin y Sophie, a quienes habíamos llegado a través de Leo y Maga, amigos de Vulqui. Martin es argentino y Sophie francesa. Los dos muy buena onda.

Dejamos los bártulos en la casa y nos fuimos de pic nic al Parque La Villette, muy moderno y a pocas cuadras de ahí. Así que después de haberlo visto desde afuera, ahora éramos parte de un pic nic a lo parisino, con vino, queso y demás manjares. Comida y charla para empezar a conocernos. La pasamos muy bien.

Entre los dos nos recomendaron un recorrido para esa misma tarde. El destino era Montmartre. Subimos derecho a Sacré-Coeur y nos quedamos fascinados con la vista desde ahí, tratando de adivinar cuál era cada uno de los edificios que veíamos. Fuimos bajando y perdiéndonos en las callecitas del monte, y tal cómo nos habían indicado, nos encontramos con el Moulin Rouge. Ya estaba cayendo la noche y la marquesina estaba toda iluminada, tal cual la imagen que uno tiene de las películas. Sólo por curiosidad averiguamos el precio para entrar: 150 Euros por persona la entrada más económica para la cena-show. No teníamos cambio, así que tuvimos que irnos a cenar a Mc Donald’s.

La vuelta a casa tuvo su escala en la Opera, uno de los edificios que nos faltaba conocer. Nos sentamos un ratito a mirarla, pero por el rabillo del ojo algo nos llamaba más la atención. A unos 200 metros se divisaba una columna altísima en el medio de una plaza. Era la Columna Vendôme. El camino hasta allí era una seguidilla de joyerías y tiendas lujosas, y la plaza a su alrededor era el lugar de los Hoteles más famosos y más caros, como el Ritz. En el centro de semejante opulencia, se levanta una columna de bronce de más de 40 metros de alto. Fue construida en homenaje a una de las victorias de Napoleón y forrada por el bronce de los cañones de sus enemigos. Grabada con bajorrelieves sobre las distintas batallas, y, como si fuera poco, coronada por una escultura de Napoleón vestido de emperador romano. Ya no había dudas, Paris tenía de todo.

El domingo nos esperaba con uno de los platos fuertes: el Louvre. El primer domingo del mes es gratis entrar al Louvre, por lo que aficionados al ahorro, allí estábamos. Intentamos llegar temprano, pero el tiempo es algo muy relativo. Para dos amantes del buen dormir, estar haciendo la cola a las 10 de la mañana era casi estoico. Sin embargo, para cientos de personas no era demasiado esfuerzo. La cola llenaba el primer y el segundo patio completos (muchos metros cuadrados). La cola más larga que hicimos en nuestra vida. Especulamos con la idea de que Fernando, el artista mexicano que habíamos conocido en el micro, estuviera allí, ya que habíamos quedado en encontrarnos. Evidentemente él había contado con lo mismo de nuestra parte. Por suerte, la fila avanzó bastante rápido. Fernando apareció y los tres entramos al museo más famoso del mundo.

Nuestra visita al Louvre fue perfecta, considerando no sólo el hecho de que no pagamos entrada, sino que también hicimos la recorrida con un especialista en arte. Tuvimos siempre muy en claro las obras que queríamos ver (las pochocleras, nada muy original) y nos limitamos casi puntualmente a ese plan. El museo era demasiado grande como para ir boyando a la deriva. Así fue como nos recibió “La victoria de samotracia”; hicimos los honores a la “Venus de Milo”; nos enteramos de todos los secretos de “Las bodas de Caná”, mientras todos se distraían sacándole fotos a la Gioconda (obviamente hicimos lo propio un rato después); nos inspiramos con el espíritu revolucionario de “La libertad guiando al pueblo” y nos maravillamos de la vigencia del “Código de Hammurabi”. Después de 5 horas de rememorar las clases de Historia del Arte, nos premiamos con un almuerzo a la sombra de una de las pirámides de cristal de la entrada.

Fernando correría hacia otro museo y nosotros descansaríamos en los jardines para estar listos para la frutilla del postre: subir a la Torre Eiffel. Quedamos en encontrarnos allí a las 7 para ver la puesta del sol sobre la ciudad.

Nos tomamos el resto de la tarde con tranquilidad. Volvimos a transitar la Place de la Concorde, los Champs Elysées y otros recovecos para arribar a la hora señalada. Otra vez, nos esperaba una larga cola y Fernando.
La Torre Eiffel está en París desde 1889, gracias a una exposición. En un principio, los parisinos no soportaban esa estructura de hierro tosca de más de 300 metros de alto, y la única razón por la que se la bancaban es porque funcionaba como antena de radio. Paris aprendió a quererla y hoy es su principal atracción turística y el objeto de merchandising número uno en gift shops y senegaleses ambulantes.

Subimos en ascensor al segundo nivel y no paramos de sacar fotos. Con más luz, menos luz, de un águlo y de otro… el sol fue desapareciendo, la ciudad se fue encendiendo y nosotros estábamos cada vez más agarrados de la baranda tratando de creer que estábamos en Paris.

Se hizo la hora de bajar y de despedirnos de Fernando. Cada uno seguiría su viaje y tal vez en algún momento nos volveríamos a cruzar. Para terminar de empacharnos, hicimos una parada en Trocadero antes de tomar el metro a casa. La miramos una vez más, espectacular, iluminada de pies a cabeza.

El lunes nos sorprendió nublado. A pesar de haber chequeado que Versailles estaba cerrado, decidimos ir a ver “sólo” los jardines. Unas 800 hectáreas de parque con fuentes, esculturas, canales, bosques y arreglos florales, todo milimétricamente diagramado. El día nos lo permitió y a lo Luis XIV nos caminamos los jardines durante varias horas. No faltó el sanguchito a la orilla del canal, claro. Nos relajamos y disfrutamos de la desconexión temporaria. Después de unas cuantas horas, emprendimos el regreso para asistir a nuestra cita. Teníamos cena con Nico y Nina, su novia.

Llegamos a l’Argentine, la estación del metro correspondiente, vino en mano. Siete pisos por escalera. Nico ya nos había adelantado que el departamento era chiquito, pero realmente no le habíamos creído. Nina vivía en ¡9 metros cuadrados!, pero con una ventana desde donde se veía Montmartre y a pocas cuadras del Arco del Triunfo. Un lujo. Degustamos paté, quesos y vinos, nos charlamos todo al ritmo de la música brasilera y nos volvimos a casa.

El martes era nuestro último día completo en París. Desayunamos con Martín y nos fuimos a visitar Montparnasse, una de las pocas zonas que nos había quedado pendiente. Empezamos el recorrido en las catacumbas, una de las atracciones más bizarras de París. A fines del 1700, por problemas de salubridad y espacio , el gobierno de París decidió exhumar los millones de restos de los principales cementerios y llevarlos a estos túneles. La procedencia de los huesos fue catalogada, por lo que cada montaña ósea tenía su respectivo cartel indicando el origen y año de traslado. La identificación individual queda del lado del visitante. Todo armado con bastante sentido del humor, hay que decirlo. Entre los cúmulos de huesos se podían adivinar dibujos, pero el que se llevaba todos los premios era el corazón de cráneos. Muy romántico.

A la tarde, decidimos seguir el consejo de Martín e ir a ver el “deporte nacional francés”: no el ciclismo, como creímos ingenuos, sino la huelga. Los franceses tienen una gran cultura de protesta. En esta oportunidad el reclamo era porque querían subir la edad de retiro de 60 a 62. Esos dos años de diferencia desencadenaron marchas en todo el país. En París, columnas organizadas de gremios avanzando desde la Plaza de la República y hacia la Bastilla. Cada grupo con su bandera correspondiente, remeras identificatorias y un señor con megáfono alentándolos a gritar y cantar que estaban en contra de la modificación. Estos señores no vestían campera de cuero y no vimos el puesto de pancho y coca, pero la situación podría haberse ubicado en la Plaza del Congreso tranquilamente.

Volvimos a casa después de un día distinto. Preparamos la comida y recibimos a Martín y Sophie para compartir nuestra última velada parisina. Todavía no nos habíamos ido y ya estábamos buscando cómo volver a París. Especulando con el tiempo que tendríamos dos semanas después entre los vuelos en la ida de Brest a Berlín. Alguna forma tendríamos que encontrar…
A la mañana siguiente Nico nos esperaba para emprender el road trip por Normandía. Otra aventura.

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