miércoles, 22 de diciembre de 2010

Había una Buda - Pest

Después de unas horas de cappuccino y comedia romántica en el micro, llegamos a Budapest. Habíamos reservado un hotelito que resultó ser bastante simpático. Afuera estaba lloviznando y nos costó arrancar.

Pocos días antes de salir de viaje habíamos alojado en casa a Félix, un húngaro muy simpático, que había nacido en Budapest y estudiaba en Estados Unidos. Su teoría era que su ciudad era parecida a Buenos Aires y su aporte a nuestro viaje fue señalarnos en el mapa los lugares más representativos haciendo un paralelismo con los barrios porteños. Muy divertido, pero sólo con dar una vuelta la primera noche nos dimos cuenta de que exageraba. Podía existir una “onda” en la decena de cafés que dominaban el centro, o incluso en alguna galería, pero para una ciudad de unos pocos cientos de años competir con una capital imperial eran palabras mayores.

El segundo día el clima era ideal, así que nos tomamos el subte y nos fuimos hasta Buda, la parte medieval de la ciudad que quedaba, para nosotros, del otro lado del Danubio. Ahí fue cuando se nos hizo evidente que ésta eran dos ciudades en una. Por un lado “Buda”, la parte más mística, donde se podía respirar historia, y por el otro Pest, llena de vida actual, aunque no moderna. Si bien el estilo de la ciudad era muy similar al de Viena, en Budapest se sentía una energía especial. Con la misma perfección y monumentalidad, pero con mucha más carga de autenticidad.

Buda era una ciudad amurallada, plantada sobre un monte y a orillas de un río, lo que le daba en el pasado una posición estratégica ante posibles ataques, y en el presente, unas vistas espectaculares sobre el otro lado de la ciudad. Nos encontramos con el infaltable castillo, claro, pero lo que más nos llamaba la atención seguía siendo el dibujo de las dos ciudades que se unían para formar una. Nos detuvimos en cada mirador, tanto en la muralla con torres dignas de Disneyworld, así como en cada banquito que había al alcance. Subimos y bajamos para verla de todas partes y exprimirla hasta el final. Finalmente, para completar la experiencia Magiar, nos premiamos con un goulash en un restaurant típico y un café en un bar tradicional.

Sólo nos quedaba un día en la ciudad y todavía una parte enorme por ver, por lo que tuvimos que resignar parte del plan. Así fue como en la pulseada por el lugar en la agenda, el baño turco le ganó al parque de esculturas de grandes íconos comunistas. Haciendo un poco de Historia, Hungría fue parte del poderoso Imperio Otomano. De este período no sólo quedan varios edificios que le dan personalidad a Budapest, sino también estos lujosos “spa” de antaño, donde los hombres paseaban sus panzas colgando sobre toallas minúsculas (o por lo menos esa es la imagen que habíamos creado gracias a las películas de acción). Hicimos nuestras averiguaciones y resultó ser que no era algo inaccesible, por lo que decidimos que sería nuestro cierre de un día agitado.

Teniendo el relax final en mente, nos recorrimos intensamente Pest. Vimos un castillito del que parecía que se iba a asomar Cenicienta, un baño turco super lujoso, grandes monumentos, el Parlamento con sus puntas góticas, la Catedral, la costanera, los puentes, y por sobretodo las calles de esa ciudad que a cada momento nos gustaba más… uf! Muchas cosas para un solo día. Por suerte, cerraríamos en el paraíso.

De los lugares que había para elegir, habíamos decidido ir por la recomendación de Félix: el Rudas Bath nos esperaba. Y la realidad es que nosotros seguimos esperando el baño turco, porque este lugar resultó ser una pileta olímpica a 26⁰ C y con un sauna del tamaño de una cabina telefónica. Las varias piletas a distintas temperaturas que mencionaba en la descripción debían ser los lavatorios del baño, porque nunca las vimos. Así fue como provistos de dos gorritos de natación alquilados, nos pasamos una hora equilibrando nuestra temperatura entre el sauna y la pileta llena de viejas gordas. La venganza comunista por nuestro gusto burgués.

A pesar de esta desilusión, dejamos Budapest con un arrepentimiento absoluto de haberle dedicado poco más de dos días a una ciudad tan mágica.

Road trip en Eslovaquia

El avión volvió a dejarnos en Praga, pero como ya sabíamos que Milan y Petra no estarían allí, nuestra segunda visita fue corta. Partimos hacia nuestra siguiente parada: Bratislava. En la estación de bus nos esperaba Lukas con una sonrisa, listo para llevarnos a la casa de sus padres en las afueras de la ciudad. Para los fanáticos de las historias asiáticas de Vulqui, él fue su compañero de aventuras en la famosa batalla del pez asesino en “shark island”.

Era una casa hermosa y su familia nos esperaba para cenar, así que compartimos la mesa con sus padres, su hermana y su abuelo, todos super amables, hablamos de política y actualidad en Eslovaquia, comimos rico y, como era víspera del cumpleaños de Vulqui, lo sorprendieron con una torta con velita y todo. Mejor imposible.

Amanecimos temprano y nos esperaba un desayuno con tuti. Teníamos que cargar energía para empezar nuestra recorrida eslovaca. Lukas se había tomado unos de días libres en el trabajo y nos organizó una vuelta completísima en auto por su país. Partimos por la ruta Sur. Nuestro primer destino era Banská Štiavnica, un pueblo en el centro del país donde tuvimos nuestro primer amorío con la cocina eslovaca. Probamos una sopa y una especie de escalope tremendo.

Como estaba bastante fresco, después de comer nos refugiamos en una casa de té tipo oriental, donde probamos un par de variedades (aunque también no tentaba la idea de un mate). Tirados entre almohadones con tecito caliente se nos pasó la hora y cuando nos dimos cuenta sólo faltaban unos minutos para que cerrara la mina, la mayor atracción del lugar. Lukas puso primera y casi nos teletransportamos al lugar. Tuvo que discutir un ratito en la puerta y chapear con que éramos argentinos para que nos hicieran la visitar guiada, pero finalmente un hombre se apiadó de nosotros, nos calzó un mameluco y una linterna, y nos llevó debajo de la tierra. Nos encontramos con una mina de verdad, con carros sobre rieles, perforadoras, dinamita, murciélagos y todos los chiches… esperábamos la pepita de oro de souvenir, pero se ve que se les habían terminado.

Después de buscar un rato, terminamos pasando la noche en un hotelito en las afueras de Kosiče, la ciudad más importante de esa región. Amanecimos allí listos para dar una vueltita por el centro y seguir nuestro road trip. Resultó ser una ciudad chiquita pero linda, con una iglesia muy pintoresca, donde la gente ¡hacía una cola interminable para confesarse!. Una de dos, o eran muy religiosos o se zarpaban de pecadores. Intentamos, pero no entendimos lo que le decían al cura, así que comimos un desayuno rápido y partimos a uno de los highlights del itinerario.
El castilo Spiš era del siglo XII y, a diferencia de lo que habíamos visto en Francia, era más parecido a lo que teníamos en mente: una muralla enorme, una entrada monumental y, por supuesto, la característica torre. Tal vez por el frio, porque era viernes o porque Eslovaquia no es un destino turístico tan popular, resultó que lo recorrimos prácticamente solos. Viajamos un ratito en el tiempo y volvimos para seguir nuestro camino. El nuevo destino eran los High Tatras, las montañas más altas del país.

En el camino, sólo bajamos la velocidad para ver un asentamiento gitano, algo que para ellos era llamativo, y para nosotros se parecía mucho a una villa al costado de la ruta. El recorrido ondulante nos fue internando en el verde y llevando por vistas espectaculares. Sin embargo, la única que no logramos fue las de las montañas más altas. La niebla era tan densa que era difícil ver cualquier cosa que estuviera a más de 10 metros de distancia. No sólo eso, sino que cuando bajamos del auto, también nevaba. Y recién en el inicio del otoño, así que imagínense el frio que hace en invierno. Caminamos hasta la orilla de un lago con la esperanza de que allí hubiese abierto un poco el panorama, pero aún estando al lado no lo veíamos, por lo que tuvimos que conformarnos con las fotos del cartel que mostraba un paisaje primaveral.

Era tarde, pero no habíamos comido desde la mañana, así que almorzamos en el camino. Más comida tradicional sugerida por nuestro anfitrión, claro. El plasky, algo así como un panqueque de papa, es de lo más típico y rico de la cocina eslovaca. Comimos hasta reventar, pero pronto nos dimos cuenta de que en pocas horas nos esperaba una abundante comida casera. Íbamos a pasar la noche en la casa de Andrea, la novia de Lukas, quien nos recibiría ansiosa con un halusky recién hechito (unos ñoquis chiquititos con una salsa parecida a la crema de leche con pedacitos de panceta, léase una bomba atómica). Respiramos profundo juntamos coraje y nos comimos todo, aunque no fue tan difícil porque estaba buenísimo.

Andrea vivía con sus padres, dos profesores de secundaria, con un don celestial para la repostería las bebidas espirituosas. Nos prepararon una bandejita con una variedad de masitas de exhibición, brindamos con un vino de frambuesa de su cosecha y la rematamos con un Slivoviče, la bebida más fuerte que habíamos probado hasta el momento, también de su creación. Engordados como para navidad, caímos redondos en la cama.

Nuestra actividad de la mañana siguiente, fue visitar Čičmani, una villa de invierno muy particular, donde las casas, todas de madera, estaban pintadas con dibujos geométricos muy típicos de la zona, utilizados para atraer la buena suerte y repeler los malos espíritus. Rodeadas de montañas todavía muy verdes y en las cuales se podían identificar las pistas de ski super empinadas, se generaba un ambiente muy especial. Volvimos a la casa para almorzar en familia y la comida volvió a ser algo recalcable. Otra vez estábamos llenos, así que el digestivo sugerido fue un “fernando”, aunque en lugar de coca lo prepararon con tónica. Amargo, pero bueno…

Una siestita obligada y seguimos camino por la ruta Norte sumando a Andrea al road team. El plan era pasar por el castillo de Trenčin, uno de los tantos que tiene Eslovaquia, pero no llegamos a tiempo antes de que cerrara. Caminamos un ratito alrededor y volvimos a lo de los padres de Lukas, ya que saldríamos de copas con sus amigos. Pasamos una noche a pura charla, seguimos hincando el diente y terminamos muertos los cuatro en una matrimonial. No se emocionen, no hubo orgía eslovaca, sólo ronquidos y babeos de almohada. Muy poco sexy.

Nos tomamos nuestro tiempo para arrancar el día, y cuando lo logramos, buscamos a Cristina, la hermana de Lukas, e intentamos visitar otro castillo. Se ve que teníamos “la maldición de Liz”, o simplemente una carencia total de puntualidad, porque volvimos a fallar en nuestro intento. La solución a esta desilusión no fue otra que la comida, así que una vez más nos sentamos a la mesa a degustar otra especialidad autóctona “que no podíamos perdernos”.

Andrea tenía que irse el domingo temprano a un viaje de trabajo, así que entre lagañas nos despedimos de ella. Todavía no habíamos visto nada de Bratislava, por lo que después de un buen almuerzo, nos fuimos los tres a caminar el centro histórico. Nos encontramos con una mini Praga. Aunque dicen que la tercera es la vencida, el castillo de Bratislava estaba en reparación, por lo que tampoco pudimos entrar. Vimos la corona de oro dentro de la Catedral, el “man at work” y otro montón de estatuas de bronce que brotaban de la calle, la increíble iglesia azul, y la Puerta de San Miguel, que nos recordó que estábamos a 11.835 Km de casa. Por suerte, muy bien acompañados.

Nuestro último día en Eslovaquia fue en realidad en Viena. Lukas volvió al trabajo, mientras que nosotros aprovechamos la cercanía de Bratislava con la capital austríaca (con un tren de poco más de una hora estábamos allí). Un día para una ciudad como Viena puede no ser suficiente, pero la recorrimos bastante. El frío y la lluvia de a ratos nos lo complicaba, por lo que nos rebuscamos combinando una serie de tranvías que recorrían los puntos más importantes de la ciudad y elegimos algunos para profundizar. Así fue como nos deslumbramos con los edificios de la Alcaldía y la Iglesia de St. Stephan. Aunque monumental, Viena nos resultó algo fría, y no sólo refiriéndonos al clima. Una maqueta perfecta, pero un poco distante. Sin embargo, tuvo un toque cercano a casa: en un puesto de la calle nos comimos un “sanguche de mila” (lamentamos comunicarles que se llama Schnitzel, y resulta que es un plato que inventaron allí, lejos de Milán, Nápoles o Argentina).

Volvimos a Bratislava para nuestra cena de despedida, con Lukas, Cristina y el abuelo, donde intentamos un guisito no tan gustoso, pero al que le hicieron los honores.

Nos fuimos de Eslovaquia con unos cuantos kilos de más y un poco tristes. Lukas y Andrea nos habían mimado durante casi una semana y los íbamos extrañar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El gran casamiento polaco

Llegamos al aeropuerto de Varsovia y del otro lado de la salida nos esperaba Joanna, una de las chicas polacas que Vulqui conoció en Asia. Nos advirtió que el trayecto a casa iba a llevar bastante por el tránsito. Sin embargo, llegamos antes de lo que pensábamos. En casa nos esperaban Kassia, otra de las amigas de Vulqui que vive en New York, y Maria, que vive en Vietnam (las dos habían viajado para el casamiento). Nos comimos una buena sopa casera que Kassia preparó espacialmente y salimos a dar una vuelta por el centro histórico.

Varsovia fue un punto de resistencia muy grande durante la Segunda Guerra Mundial, donde se generó un levantamiento en el que incluso intervino la población civil. La revuelta duró poco más de dos meses, porque no tuvieron apoyo aliado y esto les costó que la ciudad fuera destruida casi en su totalidad. Después de la guerra, y con el advenimiento de un régimen comunista, la ciudad cambió su arquitectura tradicional por una más propia del “este”, de edificios bloque, grises y toscos. Sin embargo, el centro histórico de Varsovia, fue reconstruido exactamente igual a como era antes. Así es como hoy es parte de la lista de patrimonio de la humanidad de la UNESCO.

Terminamos nuestra vuelta en un bar, donde se nos sumó la otra Joanna (Vulqui también la había conocido en India). Aceptamos su sugerencia y probamos cerveza caliente. El buen amante de la cerveza trata de evitar que se caliente, pero los polacos lo hacen a propósito, de hecho resultó ser como un té dulce, pero con alcohol. Un verdadero sacrilegio cervecero, pero interesante. ¡Hasta se toma con pajita!

Veníamos de bastante movimiento y nos deparaba una gran fiesta, por lo que nos tomamos la estadía en Varsovia con tranquilidad. Arrancamos tarde y caminamos un poco de día lo que habíamos visto de noche. Hicimos una parada en una feria donde aprovechamos para probar los “pierogi” que en la foto se veían como empanadas y lo cual nos trastornaba un poco, ya que como veníamos comprobando, excepto el asado, no tenemos grandes comidas típicas que no sean europeas, y perder la autoría de las empanadas hubiese sido un golpe muy grande. Por suerte, resultaron ser una especie de sorrentino relleno de carne, queso o verdura y salteado en una sartén con poco aceite. Muy ricos, pero lejos de nuestra especialidad autóctona.

Era noche de viernes y sonaba lógico salir. Salimos con las chicas y se sumaron Dencho y Reinier, dos holandeses que habían conocido ellas en Vietnam y que también habían viajado para el casamiento. Después de cenar, hicimos una pequeña pasada por un bar donde tuvimos nuestra primera aproximación al vodka, y terminamos en una especie de casa tomada, donde había una fiesta con Dj y un percusionista. El lugar tenía mucha onda. Varios pisos y todas las paredes pintadas con murales muy buenos. Bailamos hasta la madrugada y nos llamamos al recato. Como ya lo comprobaríamos, no fue muy inteligente de nuestra parte salir el día anterior a un casamiento polaco…

El día del gran casamiento polaco arrancó con tuti. Apenas un desayuno y empezamos a vestirnos. Como se habrán imaginado, en un viaje de 7 meses cargar un traje y un vestido de fiesta no era una opción. Teníamos nuestra alternativa “arreglada”, pero lejos estaba del elegante sport. Vicky tuvo la suerte de tener el mismo talle y gusto (fundamental) que Kassia y terminó con vestido, zapatos de taco y hasta abrigo. Lo de Vulqui era más complicado, pero en el último minuto, apareció un traje completo del tío de Ilona, zapatos del papá de Joanna y corbata de Dencho. Terminamos siendo dos señoritos a tono con la fiesta. Hicimos una breve parada para comprar libros, ya que la joven pareja los prefería en lugar de las tradicionales flores, y partimos….

El casamiento polaco es intenso, abundante y de larga duración, y este era uno muy tradicional. Arrancamos alrededor de las 5 p.m. en un pueblito a unos kilómetros de Varsovia en la casa de Ilona, la novia, por donde la pasó a buscar Piotr, el novio, acompañado de una banda de música típica con acordeón, pandereta y demás. Los seguimos en caravana, o por lo menos eso intentamos, hasta la iglesia enorme y en el medio del campo. Allí se habían casado hacía unos cuantos años los padres de Ilona. La primera diferencia con el casamiento argentino, es que los novios reciben a los invitados afuera de la iglesia y los hacen pasar. Una vez que están todos acomodados, entran juntos, y quienes los esperan en el altar no son sus pares, sino los testigos (generalmente amigos). A pesar de que obviamente fue en polaco, por lo que sólo entendíamos cuando se decían sus nombres, la ceremonia resultó muy emocionante y ellos se veían realmente felices. Distintas canciones sonaron e incluso se escucharon unas trompetas durante sus declaraciones de amor eterno. Terminado este ritual, los novios salieron a saludar en el atrio y volaron arroz, pétalos de rosas y monedas. Ese fue el momento de felicitarlos y entregarles el libro que cada uno había elegido y dedicado. Ahora, ¡a la fiesta!

Tal como ya estábamos acostumbrados, la estructura básica del casamiento era comer, tomar y bailar. Sin embargo, en este, las tres cosas se harían en exceso. A diferencia de las mesas redondas, los invitados estaban distribuidos en tres mesas rectangulares interminables, presididas por la principal donde estaban los novios y sus testigos. Todas estaban llenas de fuentes de comida y botellas de vodka, la única bebida alcohólica del casamiento (por suerte sólo tiene 40% de alcohol). Además de su vaso de gaseosa, cada uno tenía una copita tipo shot, siempre cargada, esperando que alguien levantara la suya a la voz de “¡nasdrovie!”. No se podía rechazar un brindis, ya que era un desprecio, y al terminarlo, la copita debía estar completamente vacía, momento en el cual siempre había un encargado de volver a llenarla. Una pareja de argentinos no era algo que se viera todos los días, por lo que muchos querían acercarse a brindar con los extranjeros. Fuimos educados y levantamos nuestras copas una y otra vez. No caímos en coma alcohólico gracias al secreto que nos había sido revelado por las chicas unas horas antes: para neutralizar el efecto del vodka no hay nada mejor que comer. Y eso hicimos, comimos por nuestras vidas. Cada vez que la copa se vaciaba, teníamos algo para meternos en la boca. La situación estaba bajo control. Por lo menos mientras estábamos sentados, pero claro, había que salir a bailar.

En la pista nos esperaba la banda en vivo y una grupo descontrolado de amigos que no paraba de saltar. Buena forma de bajar la comida. La especialidad eran temas nacionales de los 70’, una onda Palito Ortega polaco. La gente se los sabía todos y a pesar de no entender una palabra, uno no podía parar de moverse. Así como muchos querían brindar con nosotros, también la rompimos en la pista. Vicky tenía dos o tres abonados que se turnaban para robarle bailes. Especialmente uno, que cada vez volvía con mayor frecuencia con una sonrisa y la mano extendida, para llevarla a saltar incansablemente durante uno o dos temas. Finalmente, siempre sonaba el gong, en forma de musiquita pegadiza que decía algo así como “es hora de volver a tomar y comer”, o por lo menos es como la interpretábamos nosotros.

Las horas se fueron sucediendo y nos sorprendimos de nuestra lucha estoica por la supervivencia. Especialmente al ver que a nuestro lado caían pesos pesados en resistencia como son los holandeses. No nos negamos a ningún brindis, nos comimos todo y bailamos cada tema como si fuera el primero, ¡durante 12 horas de fiesta!. Eso si, al final necesitábamos una cama y pies nuevos. El descanso llegó alrededor de las 7 a.m. en lo de Piotr, donde su familia nos había preparado una habitación para nosotros solos. Caímos rendidos casi sin pensar que al día siguiente todo volvía a empezar.

Nos despertamos pasado el mediodía. Ilona y Piotr estaban cual amanecer de navidad abriendo regalos. Las hermanas de Piotr nos prepararon un desayuno completísimo y el hermano nos llevó a recorrer un poco la granja de la familia. Dencho y Reinier resucitaron, y al ratito nos encontramos de nuevo en camino a la versión recargada de la fiesta. El segundo día es una réplica un poco más informal del primer día, y tiene como finalidad mejorar la experiencia anterior. Eso quiere decir, que de nuevo nos esperaban la comida, el vodka y la banda en vivo. Como era domingo, la extensión de esta segunda parte sería menor, sólo unas 6 o 7 horas. Por supuesto, también estaba allí el admirador número uno de Vicky, esperándola como había prometido la noche anterior, con su baile tan particular, y señalándole el anillo a Vulqui como queriendo explicarle que no tenía que preocuparse ya que él estaba casado. Los bailes eran cada vez más repetidos y Vicky ya no sentía los pies, a pesar de haberse sacado los zapatos al principio de la fiesta, así que instrumentamos algunas operaciones de rescate y en una de ellas Vulqui terminó yendo a tomar algo con el muchacho en cuestión. Nadie sabe cómo, pero a la distancia se los veía conversar, cada uno en su idioma, pero siempre muy sonrientes. Ahora era admirador de los dos.

Llegando al final de la segunda jornada, nos invitaron a participar de una tercera, más íntima, para terminar de liquidar comida y vodka. Sólo bastaba con saber que los invitados de ese tercer día eran nuestros compañeros de mesa para entender que sería un nuevo exceso. Reconocimos nuestros límites y ya era demasiado...

Nuestro último día en Varsovia fue de recuperación. Nos levantamos para desayunar con Maria que se iba ese mismo día a la casa de sus padres, e hicimos un breve paso por el museo del levantamiento de Varsovia (uno de los mejores museos de guerra que vimos). Para continuar con la experiencia tradicional polaca, cenamos todos juntos comida típica. Nos despedimos y a la mañana siguiente tomamos el avión que nos llevaba de vuelta a Praga.

Sin dudas, el paso por Polonia fue una de las experiencias más especiales de nuestro viaje.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Empragados

Después de unas cuantas horas de pelis y capuccino en el micro, llegamos a Praga. Otra de las ciudades de las que nos habían hablado mucho, algunos arriesgados hasta le adjudicaron el título de la ciudad más linda del mundo.

La llegada al centro fue muy fácil, ya que Petra, nuestra anfitriona allí, nos había enviado las indicaciones más completas de la historia del couch surfing, incluyendo minutos y giros de 90⁰ y 180⁰. Una genia. Fuimos a conocerla a su oficina, ya que nos había sugerido dejar las mochilas allí e ir juntos a su casa cuando terminara de trabajar. Nos vimos 5 minutos, nos sacamos de encima los bártulos y nos tiró unos tips para recorrer un poco.

La ciudad no es muy grande, por lo que no es difícil encontrar el centro. Si bien República Checa es un miembro de la Union Europea desde hace unos cinco años, todavía no cambió su moneda por el Euro, por lo que se hacía necesario comprar Coronas. Estábamos en eso cuando se nos acercó un gentil caballero en la calle y nos ofreció cambiar a un muy buen precio (nos hizo la cuenta con la calculadora del celu y todo). Nos sorprendimos un poco de encontrarnos un “arbolito” en Praga, y como buenos argentinos desconfiados, miramos el billete de todos los costados. Después de un rato dictaminamos que no era falso y que estábamos haciendo un negoción. Claro, nunca habíamos visto una Corona Checa, ni tampoco hablamos el idioma, como tampoco hablamos húngaro, de donde resultó ser el billete. La cuenta era precisa, el billete era real, pero correspondía a otro país, cuya moneda está un “toque” más devaluada que la checa. Pueden decirlo, somos dos nabos, nos estafaron a lo argento. Lo comprobamos a los pocos minutos, pero por supuesto, el señor desapareció mágicamente. Toda la hora siguiente Vulqui se la pasó corriendo por el centro buscándolo, y Vicky atrás tratando de frenarlo para no se agarre a trompadas.

Se hizo la hora y pasamos a buscar a Petra. Nos fuimos a cenar a un lugar muy cerca donde la comida era excelente. Al ratito se nos sumó Milan, su marido. Entre los dos se lamentaron de nuestra primera experiencia con la ciudad y nosotros de haber sido tan ingenuos. Comimos y bebimos para olvidar y al rato ya nos reíamos de los chistes de Milan al respecto. Charlamos de todo un poco, especialmente de su plan de hacer un viaje de un año por el mundo. Demás está decir que les pusimos varias fichas para que visiten nuestro lado del charco.

Partimos hacia la casa y en el camino pasamos por un bar a buscar a Alex, un alemán que sería huésped junto con nosotros. Milan y Petra, como ya nos habían adelantado, preferían alojar varios couch surfers al mismo tiempo. Ya era tarde y no había podido comer nada, así que nos llevaron a un mega hiper mercado 24 hs. Aprovechamos para hacer nuestras compras, mientras Alex elegía una docena de cervezas. Lo hicimos recapacitar de que la malta no era suficiente alimento y sumó a la compra algún embutido. Además de coleccionar etiquetas de cerveza (claro que primero se las toma), este personaje particular era un técnico espacial o algo por el estilo, por lo que Vulqui se entretuvo charlando de estrellas, galaxias y todo lo que no vemos.

Volviendo a la Tierra, arrancamos nuestro segundo día en Praga despojándonos absolutamente de la experiencia pasada. Cruzamos el río, y nos fuimos a un mirador en los parques del Castillo. Almorzamos con una vista espectacular de la ciudad. Lo especial de Praga es que a diferencia de muchas otras ciudades europeas, no fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que conserva su arquitectura original en toda la ciudad y no sólo en un centro histórico. Es como vivir adentro de un cuento.

Caminamos los parques del castillo y nos fuimos metiendo en el pueblito que lo rodeaba. Visitamos el Museo de juguetes, donde había una exposición por los 50 años de Barbie y muñecos tradicionales de la región, tan buenos que despertaban al niño interior. Volvimos a cruzar con las hordas de turistas, incluyendo muchos argentinos, por el puente Karolo IV, el más famoso de la ciudad. Dimos unas vueltas por el centro y nos volvimos a casa, ya que Milan había cocinado una cena riquísima para los cinco. ¡La pasamos muy bien!

Nuestro último día en Praga, exploramos este lado del río. Caminamos por el barrio judío, espiamos el cementerio y la sinagoga desde afuera, entramos a unas cuantas iglesias y le sacamos varias fotos al reloj astronómico. Turismo intensivo. Después de la recorrida nos encontramos con Petra para tomar algo y después ir al super, ya que éramos los encargados de la cena. Alex ya se había ido, pero vendrían los padres de Petra. Como los dueños de casa habían decidido hacerse vegetarianos hacía unos días, tuvimos que cambiar el menú de cabecera por unas tortillas con ensalada. No sólo la tradicional tortilla de papas, sino que innovamos con una de zanahoria. No lo intenten en sus casas. Así como su hija, los padres resultaros ser muy copados, por lo que después de cenar Vulqui aprovechó para hablar de política checa con el papá, flamante diputado, y Vicky para hablar con la mamá sobre su cultura y las similitudes con la nuestra. Como vivieron muchos años en Estados Unidos, su inglés era mejor que el nuestro y pudimos comunicarnos sin problemas.

Al día siguiente, aprovechamos las horitas antes de despegar y almorzamos con Milan y Petra en una placita del centro. Nos despedimos por un rato nada más, ya que nos fuimos con la promesa de que nos visitarían muy pronto en Buenos Aires.

Al ratito estábamos en un avión a Varsovia, donde estábamos invitados a un casamiento tradicional polaco.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Al Este y al Oeste, Berlín

El vuelo Brest-Paris nos dejaba en Charles de Gaulle, mientras que París-Berlin salía del aeropuerto D’Orly. En el medio, teníamos unas 6 horas, pero como ya lo habíamos chequeado con Martín, las posibilidades de ir a pasarlas en el centro de París eran complicadas. Entre horarios de buses, metros y trenes, nos quedaba sólo 1 hora neta de noche parisina. Nos resignamos a pasarla en el aeropuerto. Atrás había quedado la cómoda cama de Roscanvel…

Llegamos a Berlín destruidos. Terminamos en un hostel porque no habíamos tenido suerte con la búsqueda de couch surfing, pero faltaban unas horas para el check-in, así que fuimos a comer algo. Caminamos como zombies por la zona hasta que terminamos en el kebab nuestro de cada día. Berlín merecía ser recorrida con pilas, por lo que volvimos al hostel, dormimos una buena siesta y salimos a conocer la ciudad recargados. Sin un plan, caminamos por la Friedrichstrasse y terminamos viendo los lugares más emblemáticos de la ciudad: Check Point Charlie, la TV tower, la Opera, etc., etc. Un buen comienzo.

Afortunadamente, durante el día habíamos tenido una confirmación en couch surfing y a la mañana siguiente, hicimos la mudanza. Nuestro anfitrión en Berlín iba a ser Daniel. Nos encontramos con él en la estación de metro y caminamos a su casa. Al igual que su novia Vivke, y que la mayoría de la gente que vive en Berlín, Daniel era en realidad de otra ciudad de Alemania y estaba hacía pocos meses allí. Sin embargo, ya tenía identificado un buen puesto de currywurst en la zona, donde almorzamos, por supuesto.

Caminamos juntos por un rato y dejamos a Daniel en la estación central. Pocos minutos más adelante, apareció ante nosotros el parlamento, con su enorme y moderna cúpula de cristal. La cola era infinita, así que decidimos dejar la subida para otro día. En el hotel nos habían pasado el dato de un tour gratuito que salía de la Puerta de Brandemburg, uno de los símbolos de Berlín. No tanto el arco en sí, sino la estatua de una diosa alada en una carroza tirada por caballos que se erige sobre él. Tal es así, que en un momento Napoleón se las robó y la puso en París para mostrarles a los alemanes quién tenía el poder. La recuperaron al poco tiempo. Hoy, esta señora mira al Oeste, aunque durante la República Democrática de Alemania, supo mirar al Este. Medio veleta…

Había miles de tours, pero pudimos encontrar el nuestro. No nos gustaba mucho la idea de ir con un guía, pero le dimos una oportunidad. Claro, era gratis. Así fue como nos dispusimos a caminar detrás de un pelirrojo de Manchester, cuyo inglés era un tanto acelerado. Sin embargo, nos arreglamos para entender bastante.

Alemania en general y Berlín en particular, tienen una consciencia muy grande de su Historia. Así es como en el lugar más “céntrico” de Berlín, se puede ver una plaza/monumento a los muertos del holocausto. La estética es discutible, pero la presencia de este y muchos otros monumentos y memoriales, indica lo presente que es todavía el pasado y la búsqueda de recordarlo para que no vuelva a pasar. Paradójicamente, a pocos metros de esto, está el lugar donde se ubicaba el búnker de Hittler, pero hoy es el estacionamiento de unas torres de departamentos y no es posible acceder a visitarlo.

Perder dos guerras mundiales y ser responsables del peor genocidio de la Historia no fue suficiente, Alemania, o mejor dicho media Alemania, fue parte del régimen Soviético. Y de esto también, Berlín es una evidencia viviente. Después de terminada la guerra, EE.UU., Francia, Inglaterra y Rusia ocuparon Alemania. En 1961 se decidió dividir el país en Este y Oeste, replicando lo mismo en su capital. Se necesitaba más que el límite de palabra, por lo que empezaron marcando la “frontera” con una especie de alambrado, después alambre de púa, después paneles de hormigón, hasta que terminaron en un doble muro, alambre, garitas de seguridad y soldados armados hasta los dientes. Por las dudas… El territorio occidental de Berlín estaba repartido entre EE.UU., Inglaterra y Francia. Del lado oriental, todo pertenecía a la URSS. De un lado y del otro, había gente que no tenía la mínima intención de separarse, pero que vivieron así por casi 40 años. Hoy, más de 20 años después, todavía se puede decir de qué lado se está por el tipo de arquitectura, el estado de conservación y las actividades que se desarrollan. Además, el recorrido que hacía está marcado en toda la ciudad con un senderito de adoquines. A nivel país, el occidente paga un impuesto tipo subvención para contribuir al desarrollo del Este, que quedó en el camino. Y no se quejan…

Abandonamos el tour frente a un fragmento del muro y una muestra muy interesante de “Topografía del terror”, que iba desde los inicios del Nacional Socialismo, con su aparato de propaganda a cargo de Goebbels, y terminaba en la creación del muro. Demasiado importante como para pasarlo de largo. Estuvimos un rato largo mirando cada foto, leyendo cada nota…
Antes de volver a casa a cenar con nuestros anfitriones, hicimos un breve paso por el Museo Pergamon, uno de los de la “Isla de los museos” (esto es literal). Este museo tiene su especialidad, podríamos decir, en puertas, no sólo las hojas, sino todo el ingreso en sí. Es posible encontrar fachadas de templos griegos, mercados romanos y demás, pero a nosotros nos llamó particularmente la atención la Puerta de Ishtar, que era uno de los ingresos a Babilonia. No sólo tiene una dimensión importante, sino que es realmente especial, con un color increíble y dibujos de leones, dragones y demás seres mitológicos.

Para variar un poco del recorrido histórico, nos fuimos en busca de naturaleza. La casa de Daniel quedaba bastante cerca del parque más grande de Berlín, el Tiergarten. Hicimos una pequeña caminata hasta allí. Nos internamos en el parque y nos perdimos un ratito en el verde, pero nos habíamos quedado con ganas de saber más… Check-point Charlie, el lugar del cruce más famoso del muro, no estaba lejos. Esa era la puerta de entrada al sector yanqui en Occidente. Hoy todavía se puede ver el cartel indicando que se está dejando territorio de los Estados Unidos. Además, había allí otra muestra gratuita con muchísima información sobre cómo fue la creación del muro, sus años de vigencia, los cruces, los que murieron en el intento y más. Muchas de las fugas del Este al Oeste fueron por este paso. De hecho, en este mismo punto existe actualmente un museo en el cual se relatan todas las historias de los intentos, tanto frustrados como exitosos. Allí se puede ver los autos preparados para esconder gente, los uniformes militares truchos, pasaportes falsificados, la historia del “hombre submarino”, el “hombre helicóptero” y hasta un señor que improvisó una tirolesa con un martillo y una soga, por la que se escaparon él, su mujer y su hijo. La mayoría eran ayudados por gente del otro lado, muchas veces familiares, pero también grupos de resistencia organizados. Para todos, el día de la caída fue seguramente uno de los más felices de sus vidas.

Como estábamos tan interesados en el tema “muro”, Daniel se ofreció a acompañarnos a verlo. En la parte Este de la ciudad, está el “East side gallery”, un kilómetro y medio del muro original pintado y graffiteado por distintos artistas. Una combinación ideal. Muchas pintadas comenzaron mientras el muro estaba todavía en pie, y muchas otras son alegóricas a la caída. Berlín es una meca del street-art, y como es uno de nuestros preferidos, ampliamos la visita por esta zona y nos encontramos con unos cuantos murales espectaculares.

El día ameritaba cerrarlo con una comidita casera y como Daniel nos había agasajado con unas “boulette” la noche anterior (algo así como una albóndiga alemana), tuvimos que volver a apelar a nuestro caballito de batalla: el pastel de papas.

Estar en Berlín y no salir a vivir la noche era un despropósito. Arreglamos un encuentro con otro couch surfer que no había podido alojarnos porque ya tenía sus huéspedes australianos. Salimos todos: Daniel, nosotros, los australianos y el otro couch surfer, que también se llamaba Daniel. Además, se sumaron amigos suyos de Berlín. Hicimos una recorrida de bares, compartimos historias y la pasamos muy bien.

Para terminar de entender la Historia teníamos que ver un campo de concentración. Sachsenhausen fue el primero, el que sirvió de “modelo” para todos los que le siguieron, incluyendo Auschwitz. Siguiendo la línea de la memoria, la entrada es gratuita. En este lugar los Nazis encarcelaban a judíos, gitanos, negros, homosexuales y todos los disidentes del Nacional Socialismo. Pasaron unas 200.000 personas de las cuales murió cerca de la mitad. La recorrida empezó en el patio donde se formaban cada mañana, y donde el más abusivo de los oficiales los golpeaba con un palo y los atropellaba con su bicicleta. Pudimos ver una reconstrucción de las barracas, donde se mostraba como dormían y cómo comían (cuando lo hacían), y escuchar el relato de los sobrevivientes de cómo cada mañana había muchos que no despertaban. Era imposible decir una palabra en el recorrido, uno se limitaba a tratar de tragar el nudo de la garganta. Todo estaba pensado para la tortura y la muerte. Las celdas de castigo (porque increíblemente se podía estar peor que en las barracas), el paredón de fusilamiento, el crematorio, la salita donde el médico experimentaba con medicamentos sobre chicos y adolescentes. Seguramente uno de los lugares más tristes en los que se puede estar, pero necesario para entender y dimensionar el sufrimiento.

Era nuestro último día y nos había quedado pendiente subir al Parlamento. Su cúpula de cristal se construyó hace poco más de 10 años con la finalidad, supuestamente, de que los alemanes puedan ir a vigilar lo que hacen sus legisladores. No encontramos un solo local en la fila, sólo turistas como nosotros interesados en la vista desde arriba.

Berlín está llena de Historia pesada y reciente, con la que conviven todos los días. Sin embargo, es una ciudad llena de vida y con muchísima personalidad. Toda esa mezcla la hace simplemente grandiosa.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Buenos aires bretones

Jose y Max nos buscaron en Brest, ya que su casa era a una hora de allí y de noche no hay muchas opciones de transporte para llegar. Viven en lo que se llama la Presqu’île de Crozon que, para que se den una idea, es un Parque Nacional en la punta más occidental de Francia, en la región de Bretania. El pueblo se llama Roscanvel y es mini, pero como si fuera poco, ellos viven en las afueras. Jose ya nos había adelantado en Buenos Aires que era un paraíso terrenal en el medio de la nada, y con eso terminó de convencernos de ir a visitarlos.

Haciendo como siempre la introducción de nuestros anfitriones, Jose es una porteña, egresada del ILSE, hermana de Tomás, amigo de Vulqui, y de Agustín, compañero del cole de Vicky. Hasta hace unos años, una adicta al laburo, pero un día los planetas se alinearon y se cruzó con Max, un franco/español (madre española y padre francés), piloto de helicóptero de la Armada francesa. En conclusión, se enamoraron, ella lo siguió a Francia y se casaron en una ceremonia que involucró tres helicópteros y un buzo táctico con un ramo de rosas (es verdad, vimos la foto). Lo más gracioso es que quisieron hacer algo íntimo y discreto, pero terminaron en la remake de Top Gun.

Como era de noche, pudimos ver poco del paisaje. Adivinamos el bosque y alguna otra cosita, pero nos dedicamos a charlar a un ritmo interesante. No era para menos, con tres argentos y un gallego hicimos una mezcla explosiva y nos hablamos todo hasta las tres de la madrugada. En el medio nos bajamos un par de sidras y una comida casera buenísima que nos preparó la señora de casa.

Después de un sueño reparador, abrimos la ventana y nos encontramos en el medio de la naturaleza con vista al mar incluida. Era el lugar perfecto para relajarse. Desayunamos todos juntos y partimos en tour a la punta de la punta, pero la niebla era tan densa que apenas nos dejaba ver a unos metros, así que tuvimos que hacer un cambio de planes y empezar por el otro lado. Nos fuimos a Morgat, que es un lugar de veraneo principalmente de franceses adinerados. Una playa hermosa que en ese momento estaba bastante cubierta por el mar, y unas casas espectaculares, incluyendo una muy particular diseñada por Eiffel (el mismo de la torre, claro). Nos sentamos a comer unos crepes con una vista increíble. Finalmente, se despejó, el mar fue bajando y nos hicimos un paseíto por la playa.

La siguiente parada en nuestro tour fue Camaret, un pueblo de pescadores muy pintoresco. Casitas de colores, mar transparente y un barquito al lado del otro. Dadas las condiciones climáticas, nos aventuramos al lugar prometido. Un mirador con una vista sobre un acantilado espectacular que se clavaba en el mar, del que surgían tres peñascos. ¡Daban ganas de saltar! Nos quedamos sentados un rato alucinados con el paisaje. Reprimimos los instintos suicidas, y nos fuimos a la última parada del día.

La zona de la Presqu’île fue históricamente un punto militar estratégico para defender a Francia de un ataque marítimo, especialmente de Inglaterra. Por esa razón, esta punta estaba amurallada y en las distintas caras estaban dispuestos una serie de fuertes, que con el tiempo cayeron en desuso. Como la zona todavía es de uso militar (de hecho la base de Max queda muy cerca de la casa y algunas prácticas se desarrollan allí), las ruinas de estos viejos fuertes no son turísticas, pero como nosotros estábamos de expedición con el comandante, tuvimos el privilegio de visitar uno. Estaba hecho aprovechando una gran roca sobre el mar, lo que lo camuflaba un poco más. Bajamos por un caminito de piedras, cruzamos el puente que todavía sobrevivía y lo recorrimos por todos lados. Realmente era como transportarse en el tiempo. Vimos la puesta del sol y cómo el mar se volvía violeta de repente. El cierre perfecto de un día hermoso.

El domingo amanecimos con un cielo despejado. Nos tomamos un cafecito al solcito y nuestros anfitriones nos “desayunaron” con una sorpresa: “Si tienen ganas, podemos hacer un sobrevuelo en avioneta”. La respuesta fue más que obvia. Como piloto, Max tiene la posibilidad de alquilar una hora de uso del avioncito. Estábamos como dos chicos en una juguetería. Corrimos a prepararnos ¡para volar! Un toque de glamour en nuestro viaje mochilero.

Después de una hora de auto, arribamos al aeropuerto de Brest. Esperamos ansiosos mientras Max hacía el papeleo y preparaba el avión. Con todo listo, teníamos que decidir quién sería el copiloto. Nos miramos e hicimos un trato por el cual Vulqui sería el elegido. Max y Vulqui al frente, Jose y Vicky detrás.

Todo fue de película. Los auriculares, las indicaciones de la torre de control, el despegue... Desde arriba se veía el mar turquesa, super transparente, y los barquitos sobre la arena por la marea baja. Confirmamos lo especial que era ese lugar. Un paisaje increíble y encima con un cielo perfecto, completamente despejado. Entonces, Max le ofreció a Vulqui que piloteara (ahí fue cuando Vicky se arrepintió completamente de su pacto). Vulqui tomó el “joystick” y por un momento estuvo al mando de la máquina. Costó al principio, hasta que le agarró la mano. Por suerte, Max estaba supervisando y volvimos a casa sanos y salvos.

Nos sentamos a comer unos quesitos y tomar un vino afuera. Para variar nos hablamos todo. Política, economía, la guerra, etc., etc. Un día genial, hasta que Max nos dio la noticia de que al día siguiente tenía que salir a una misión secreta por dos días (no les podemos decir de qué, sino tendríamos que matarlos).¡Se nos iba el cuarto integrante! Realmente nos rompió el corazón. Por suerte, nos quedaba Jose, aunque el lunes nos abandonaba también, pero sólo por un rato, ya que empezaba un master en Brest.

Arrancamos tarde, para variar. Jose nos había dejado su auto para que fuéramos a pasear y nos había recomendado que hiciéramos un trekking por la costa. Antes de salir, nos llamó para avisarnos que al mediodía Max pasaría con su helicóptero por un mirador. Hacia allí fuimos. Decidimos esperarlo en una playa que se veía debajo del mirador. Para eso, bajamos unos metros y atravesamos un bunker de la Segunda Guerra Mundial completamente abandonado. Adentro, nos encontramos un misil que advertía “danger”. De peligroso le quedaba poco. Ubicamos en el horizonte la base y nos sentamos en la playa a comer unos sanguchitos y esperar. A la hora señalada, apareció un punto negro a lo lejos que se fue haciendo cada vez más grande. Corrimos a la orilla y les hicimos señas. El helicóptero dio unas vueltas sobre nuestra cabeza y esa fue nuestra despedida de Max.

Después de un rato, recuperamos la consciencia y seguimos viaje. El trekking arrancaba a unos kilómetros de allí. Estacionamos y empezamos la caminata. El día fue mejorando con cada paso que dimos. El sol estaba increíble e intensificaba todos los colores del camino y el mar no tenía nada que envidiarle al Caribe. Una tranquilidad infinita. Se veían algunos veleritos privilegiados, pero no se escuchaba ni una mosca. En la mitad del camino paramos un ratito y nos tomamos unos mates para admirar ese paisaje como se debía. Otro día perfecto. Para ser sinceros, el trekking costó un poco más de lo esperado, especialmente a Vicky, pero valió la pena completamente.

El final del trayecto era en Morgat, donde nos esperaba Jose. Volvimos a casa los tres y tal como habíamos prometido cocinamos la cena. El pastel de papas no iba para una argentina, así que la receta varió un poco. Comimos rico y charlamos mucho para no perder el hábito.

En nuestra última mañana, salimos temprano los tres juntos. Dejamos a Jose en la Universidad y nos fuimos a recorrer los alrededores de Brest, pero después de lo que habíamos visto, no había mucho que pudiera sorprendernos. Buscamos a Jose en su intervalo y tuvimos nuestro almuerzo de despedida: un pic nic en el estacionamiento del aeropuerto. Mucho nivel. Después del “recreo”, Jose volvió a sus obligaciones. A nosotros todavía nos quedaba un rato de espera y la travesía Brest – Paris – Berlín que iba a tomar unas cuantas horas.

Dejamos Roscanvel después de un fin de semana de película, habiendo visto el paisaje más espectacular en lo que iba del viaje y con dos amigos en nuestro haber.

sábado, 23 de octubre de 2010

Embarcados en Normandia

Nos costó dejar París, no sólo porque la habíamos pasado muy bien ahí, sino porque Nico había dejado el auto en las afueras y tuvimos que tomarnos un metro y un tren para llegar. El estacionamiento en París es demasiado caro.

Metimos todas nuestras cosas en el baúl y arrancamos. El destino era la casa de Nico en Normandía, en las afueras del pueblo Sainte Marie d’Eglise y muy cerca de la playa, a unas cuatro horas de París. Sin embargo, como buen organizador, Nico nos había preparado otras visitas en la ruta. Sugirió varios destinos, entre los cuales figuraban un castillo medieval, un pueblo típico y las playas del Día D. Aceptamos todos, por supuesto.
Equipados con fiambres y la infaltable baguette, paramos en el camino sólo a comprar la típica sidra de la región. Decidimos almorzar en el castillo. La lluvia nos sorprendió justo cuando estábamos llegando, pero encontramos una carpita en el jardín que nos albergó, y nos bajamos los fiambres, los quesos y la sidra en un ratito nomás. Después de una breve sobremesa, comenzamos la recorrida.

Lamentablemente debemos decir que el castillo medieval no fue de nuestras visitas favoritas. Quedaba poco de la estructura original, y nosotros estábamos esperando la muralla, el foso y el puente de los dibujitos. El edificio mejor conservado era la granja, pero lo habían ocupado con una muestra sobre la familia dueña del terreno, que se dedicaba a excavaciones petroleras o algo por el estilo. Muy extraño.

Sin dudarlo, decidimos continuar nuestro camino. La siguiente parada era Bayeux, una ciudad normanda con especialidad en tapices y que conserva la arquitectura típica de la región (adobe + madera), ya que zafó del bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Chiquita, pero muy pintoresca. Apenas llegamos nos encontramos con una iglesia muy similar a Notre Dame, pero más gótica. Nos caminamos las callecitas del centro histórico, el interior de la catedral y en un ratito agotamos Bayeux.

Muy cerca de allí comenzaban las playas de Normandía. Como se imaginarán, el interés en esas playas no era geográfico sino histórico. En sí, el mar y la arena no son especialmente lindos, pero si uno se imagina miles de soldados desembarcando en la Segunda Guerra Mundial, se vuelve bastante interesante. De repente, estábamos ante Omaha Beach, adonde llegaron los escuadrones americanos. Todavía se podían ver bloques de hormigón enormes que habían tirado para cortar las olas.

Como en el Sur de Argentina, en Normandía hay una diferencia muy grande entre mareas, por lo que cuando hay marea baja se puede disfrutar de metros y metros de playa. Daba ternura ver a los veleros en el muelle, reposando sobre la arena y esperando a que el mar vuelva a crecer para salir a navegar.

Metidos en el tema bélico y habiendo pisado el mismo suelo donde se desarrolló una de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial, nos fuimos a ver el resultado: un cementerio estadounidense con miles de caídos en el Día D. Es curioso que el territorio en el que está, justo sobre la playa, fue cedido en perpetuidad por el Gobierno francés a los Estados Unidos. Lamentablemente para la riqueza del relato, arribamos a este lugar 15 minutos después del cierre. Por suerte habíamos visto “Rescatando al soldado Ryan”. Algún día volveremos a completar este capítulo fundamental en nuestro tour funerario.

Seguimos camino a casa. Nos esperaba la mamá de Nico. Llegamos y enseguida se nos pasó el desencanto. La casa estaba en el medio del campo y la única propiedad alrededor era un castillo, justo enfrente (en su estadía en Buenos Aires lo había mencionado, pero no pensamos que era tan literal). De hecho, su casa fue hecha en lo que eran las caballerizas del castillo. Una casa enorme que funcionó muy bien como hogar de 9 hermanos. Conocimos a Marité, la heroína de la historia.

Comimos los cuatro y charlamos de nuestro tema del momento, o sea la guerra. Marité era muy chiquita cuando tuvo que dejar su casa con sus padres porque todo el pueblo había sido destruido en los bombardeos. Improvisando un poco con el francés y mediando con el inglés, pudimos entendernos bastante.

A la mañana siguiente amanecimos con un desayuno campestre con dulce casero y todo. Juntamos energía ya que el plan de la mañana era, paradójicamente, embarcarnos en la playa del desembarco. Fuimos a navegar en velerito frente a Utah beach, otra de las playas con Historia. Paseamos por un ratito, disfrutando de la marea alta y del solcito, y aprovechando para pelar la malla por primera vez en el “verano”. Vimos toda la costa desde el agua y hasta nos cruzamos con el inmenso barco que hundieron los yanquis, también como corta olas. Una experiencia increíble.

Volvimos a casa para almorzar. Los principales ingredientes de la comida habían salido de la huerta del jardín. Un lujo. Nos relajamos un rato afuera, pero como también había que proveer la cena, nos fuimos a la playa. La marea había bajado notoriamente dejando al descubierto un criadero de ostras. Estos bichitos se “cultivan” en unos sacos metálicos, que quedan completamente cubiertos por el mar la mayor parte del tiempo y que, periódicamente, se limpian de algas y demás adherencias. Esto lo aprendimos gracias a un pescador que amablemente se ofreció a explicarnos el proceso. No eran las ostras lo que nos importaba, sino los mejillones que se concentraban en las patas de las estructuras del criadero. Sacamos unos cuantos kilos y, después de limpiarlos, nos lo comimos con una salsita de vino blanco. Todo muy natural.

Nico ya nos había contado que por el cumpleaños 70 de su mamá, con los hermanos le habían regalado un viaje con estadía en un monasterio en el Sur de Francia y el encargado de llevarla era él. Casualmente, el primer día de viaje pasarían por Mont Saint Michel, uno de los lugares pendientes en nuestra lista. Así que a la mañana siguiente estábamos metidos los 4 en un 206 con equipaje y todo.

El camino al monte tuvo varias paradas en los miradores. Desde allí, las mejores vistas de ese peñasco increíble con una abadía del siglo X con su respectivo pueblo y muralla alrededor. La particularidad de este lugar, es que en los momentos de marea alta, queda absolutamente aislado, accesible únicamente en barco, pero cuando la marea baja queda como un oasis en el medio de la arena. Gracias a esto, fue impenetrable para los ingleses durante la Guerra de los Cien años, convirtiéndose en un ícono de resistencia francés.

En una de las vistas aprovechamos para almorzar y nos hicimos un picnic a lo francés, con una buena baguette llena de cosas. Marité había estado en todos los detalles y nos malcrió hasta con un postre.

Finalmente llegamos al monte. Fuimos subiendo por adentro del pueblo y entramos a la abadía. La distribución subía y bajaba siguiendo la forma de la roca. Se notaban sus 11 siglos de historia y cómo había ido cambiando en ese tiempo. Sin embargo, lo más impresionante seguía siendo su ubicación. La vista desde la terraza era increíble. No había nada alrededor.

Fuimos bajando para irnos, cuando Vulqui gritó “no lo puedo creer boluda!”. En el Mont Saint Michel en Francia, se encontró con Liz, su amiga belga que había conocido en Nepal y se estaba yendo a vivir a España (la misma que nos recomendó Ghent). Semejante ensalada geográfica lo mareó tanto que empezó a hablarle en español, pasó al francés y terminó en inglés afrancesado. Por suerte, se entendieron. No habíamos podido cruzarla en su ciudad pero tuvimos revancha. Igual, la veremos más adelante en España.

Nico y Marité nos llevaron hasta la ciudad más cercana, para encontrarnos con Olivier, a quien habíamos contactado por internet para compartir el viaje a Brest, nuestro siguiente destino. Nos despedimos de nuestros compañeros de escapada con un lindo abrazo al costado de la ruta y nos subimos al otro auto.

Olivier recordaba un poquito de español de su época de estudiante, así que con nuestro francés, tuvimos una charla bastante entretenida. Nos dejó afuera del aeropuerto de Brest, donde a los pocos minutos aparecieron Jose y Max para transportarnos a su búnker en el medio de un lugar espectacular.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Paris: liberté, egalité, fraternité y cielo azul (Parte II)

Después de una serie de combinaciones en el metro, llegamos a la Rue Rouvet, donde nos esperaban Martin y Sophie, a quienes habíamos llegado a través de Leo y Maga, amigos de Vulqui. Martin es argentino y Sophie francesa. Los dos muy buena onda.

Dejamos los bártulos en la casa y nos fuimos de pic nic al Parque La Villette, muy moderno y a pocas cuadras de ahí. Así que después de haberlo visto desde afuera, ahora éramos parte de un pic nic a lo parisino, con vino, queso y demás manjares. Comida y charla para empezar a conocernos. La pasamos muy bien.

Entre los dos nos recomendaron un recorrido para esa misma tarde. El destino era Montmartre. Subimos derecho a Sacré-Coeur y nos quedamos fascinados con la vista desde ahí, tratando de adivinar cuál era cada uno de los edificios que veíamos. Fuimos bajando y perdiéndonos en las callecitas del monte, y tal cómo nos habían indicado, nos encontramos con el Moulin Rouge. Ya estaba cayendo la noche y la marquesina estaba toda iluminada, tal cual la imagen que uno tiene de las películas. Sólo por curiosidad averiguamos el precio para entrar: 150 Euros por persona la entrada más económica para la cena-show. No teníamos cambio, así que tuvimos que irnos a cenar a Mc Donald’s.

La vuelta a casa tuvo su escala en la Opera, uno de los edificios que nos faltaba conocer. Nos sentamos un ratito a mirarla, pero por el rabillo del ojo algo nos llamaba más la atención. A unos 200 metros se divisaba una columna altísima en el medio de una plaza. Era la Columna Vendôme. El camino hasta allí era una seguidilla de joyerías y tiendas lujosas, y la plaza a su alrededor era el lugar de los Hoteles más famosos y más caros, como el Ritz. En el centro de semejante opulencia, se levanta una columna de bronce de más de 40 metros de alto. Fue construida en homenaje a una de las victorias de Napoleón y forrada por el bronce de los cañones de sus enemigos. Grabada con bajorrelieves sobre las distintas batallas, y, como si fuera poco, coronada por una escultura de Napoleón vestido de emperador romano. Ya no había dudas, Paris tenía de todo.

El domingo nos esperaba con uno de los platos fuertes: el Louvre. El primer domingo del mes es gratis entrar al Louvre, por lo que aficionados al ahorro, allí estábamos. Intentamos llegar temprano, pero el tiempo es algo muy relativo. Para dos amantes del buen dormir, estar haciendo la cola a las 10 de la mañana era casi estoico. Sin embargo, para cientos de personas no era demasiado esfuerzo. La cola llenaba el primer y el segundo patio completos (muchos metros cuadrados). La cola más larga que hicimos en nuestra vida. Especulamos con la idea de que Fernando, el artista mexicano que habíamos conocido en el micro, estuviera allí, ya que habíamos quedado en encontrarnos. Evidentemente él había contado con lo mismo de nuestra parte. Por suerte, la fila avanzó bastante rápido. Fernando apareció y los tres entramos al museo más famoso del mundo.

Nuestra visita al Louvre fue perfecta, considerando no sólo el hecho de que no pagamos entrada, sino que también hicimos la recorrida con un especialista en arte. Tuvimos siempre muy en claro las obras que queríamos ver (las pochocleras, nada muy original) y nos limitamos casi puntualmente a ese plan. El museo era demasiado grande como para ir boyando a la deriva. Así fue como nos recibió “La victoria de samotracia”; hicimos los honores a la “Venus de Milo”; nos enteramos de todos los secretos de “Las bodas de Caná”, mientras todos se distraían sacándole fotos a la Gioconda (obviamente hicimos lo propio un rato después); nos inspiramos con el espíritu revolucionario de “La libertad guiando al pueblo” y nos maravillamos de la vigencia del “Código de Hammurabi”. Después de 5 horas de rememorar las clases de Historia del Arte, nos premiamos con un almuerzo a la sombra de una de las pirámides de cristal de la entrada.

Fernando correría hacia otro museo y nosotros descansaríamos en los jardines para estar listos para la frutilla del postre: subir a la Torre Eiffel. Quedamos en encontrarnos allí a las 7 para ver la puesta del sol sobre la ciudad.

Nos tomamos el resto de la tarde con tranquilidad. Volvimos a transitar la Place de la Concorde, los Champs Elysées y otros recovecos para arribar a la hora señalada. Otra vez, nos esperaba una larga cola y Fernando.
La Torre Eiffel está en París desde 1889, gracias a una exposición. En un principio, los parisinos no soportaban esa estructura de hierro tosca de más de 300 metros de alto, y la única razón por la que se la bancaban es porque funcionaba como antena de radio. Paris aprendió a quererla y hoy es su principal atracción turística y el objeto de merchandising número uno en gift shops y senegaleses ambulantes.

Subimos en ascensor al segundo nivel y no paramos de sacar fotos. Con más luz, menos luz, de un águlo y de otro… el sol fue desapareciendo, la ciudad se fue encendiendo y nosotros estábamos cada vez más agarrados de la baranda tratando de creer que estábamos en Paris.

Se hizo la hora de bajar y de despedirnos de Fernando. Cada uno seguiría su viaje y tal vez en algún momento nos volveríamos a cruzar. Para terminar de empacharnos, hicimos una parada en Trocadero antes de tomar el metro a casa. La miramos una vez más, espectacular, iluminada de pies a cabeza.

El lunes nos sorprendió nublado. A pesar de haber chequeado que Versailles estaba cerrado, decidimos ir a ver “sólo” los jardines. Unas 800 hectáreas de parque con fuentes, esculturas, canales, bosques y arreglos florales, todo milimétricamente diagramado. El día nos lo permitió y a lo Luis XIV nos caminamos los jardines durante varias horas. No faltó el sanguchito a la orilla del canal, claro. Nos relajamos y disfrutamos de la desconexión temporaria. Después de unas cuantas horas, emprendimos el regreso para asistir a nuestra cita. Teníamos cena con Nico y Nina, su novia.

Llegamos a l’Argentine, la estación del metro correspondiente, vino en mano. Siete pisos por escalera. Nico ya nos había adelantado que el departamento era chiquito, pero realmente no le habíamos creído. Nina vivía en ¡9 metros cuadrados!, pero con una ventana desde donde se veía Montmartre y a pocas cuadras del Arco del Triunfo. Un lujo. Degustamos paté, quesos y vinos, nos charlamos todo al ritmo de la música brasilera y nos volvimos a casa.

El martes era nuestro último día completo en París. Desayunamos con Martín y nos fuimos a visitar Montparnasse, una de las pocas zonas que nos había quedado pendiente. Empezamos el recorrido en las catacumbas, una de las atracciones más bizarras de París. A fines del 1700, por problemas de salubridad y espacio , el gobierno de París decidió exhumar los millones de restos de los principales cementerios y llevarlos a estos túneles. La procedencia de los huesos fue catalogada, por lo que cada montaña ósea tenía su respectivo cartel indicando el origen y año de traslado. La identificación individual queda del lado del visitante. Todo armado con bastante sentido del humor, hay que decirlo. Entre los cúmulos de huesos se podían adivinar dibujos, pero el que se llevaba todos los premios era el corazón de cráneos. Muy romántico.

A la tarde, decidimos seguir el consejo de Martín e ir a ver el “deporte nacional francés”: no el ciclismo, como creímos ingenuos, sino la huelga. Los franceses tienen una gran cultura de protesta. En esta oportunidad el reclamo era porque querían subir la edad de retiro de 60 a 62. Esos dos años de diferencia desencadenaron marchas en todo el país. En París, columnas organizadas de gremios avanzando desde la Plaza de la República y hacia la Bastilla. Cada grupo con su bandera correspondiente, remeras identificatorias y un señor con megáfono alentándolos a gritar y cantar que estaban en contra de la modificación. Estos señores no vestían campera de cuero y no vimos el puesto de pancho y coca, pero la situación podría haberse ubicado en la Plaza del Congreso tranquilamente.

Volvimos a casa después de un día distinto. Preparamos la comida y recibimos a Martín y Sophie para compartir nuestra última velada parisina. Todavía no nos habíamos ido y ya estábamos buscando cómo volver a París. Especulando con el tiempo que tendríamos dos semanas después entre los vuelos en la ida de Brest a Berlín. Alguna forma tendríamos que encontrar…
A la mañana siguiente Nico nos esperaba para emprender el road trip por Normandía. Otra aventura.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Paris: liberté, egalité, fraternité y cielo azul (Parte I)

Compartimos un desayuno rápido con Robin y corrimos al tram. Teníamos que llegar a la estación a tomarnos el micro que nos llevaría a una de las ciudades del top five europeo: Paris.

Había demoras y en la espera empezamos a hablar con un chico. Después de unas pocas palabras en inglés, terminamos reconociéndonos como mexicano y argentinos. Aprovechamos para volver al español y le sacamos punta a la lengua todo el viaje. Fernando llevaba en Europa más de un mes y estaría por 5 meses. Su viaje era básicamente educativo, ya que como pintor paisajista estaba enfocado principalmente en conocer todos los museos. Hablamos bastante de arte, de la política latinoamericana, de los zapatistas, etc. Sólo claudicamos el último rato que nos quedamos dormidos. Cuando llegamos, intercambiamos mails y quedamos en vernos uno de esos días, ya que él estaría también por una semana en Paris.

Encaramos para el metro e hicimos, como es debido, la cola para el ticket. En los 5 minutos que esperamos vimos cómo se colaban unas 15 personas. Saltaban el molinete y pateaban la puerta de seguridad, o se metían en trencito, o pasaban por abajo, etc., etc. Por primera vez en Europa, nos sentimos civilizados.

Fue muy fácil llegar a destino, todo estaba bien indicado. Nuestro primer anfitrión en Paris era Julien, un couch surfer, pero al que habíamos llegado a través de Nina, la novia de Nico, quien estuvo parando en casa a principios de año. Realmente una cadena de favores.

Nos sentamos un rato a charlar en su living. Julien hablaba muy bien español, por lo que la comunicación iba a ser sencilla. Resultó ser un periodista y documentalista, con un interés particular en Latinoamérica. Había viajado por Argentina hacía algunos años, pero nosotros éramos los primeros argentos que alojaba.

Después de un rato, nos invitó a acompañarlo al parque adonde iba a correr con su vecina Sophie. Aceptamos sólo la parte del parque, no estábamos para la aeróbica. Buscamos a Sophie y nos fuimos. Vulqui feliz de usar su francés. Vicky tratando de recordar palabras aisladas. El Parc Buttes Chaumont, de estilo romántico, está planteado en una montañita y reproduce la naturaleza a través de cascadas, barandas de cemento que simulan troncos, un lago artificial y hasta una cueva. Como todavía era verano, había recitales en una parte del parque, así que después de una recorrida nos sentamos a ver una banda bastante interesante. A nuestro alrededor, todos de picnic. Lejos del picnic argento con mate y bizcochitos, los franceses hacen lo propio con vino, baguette y quesos varios. Los vasos de plástico tampoco tienen lugar, llevan sus propias copas y todos los utensilios necesarios. Además, la mujeres parisinas son naturalmente elegantes, por lo que usan para ir al parque vestidos que las argentinas se pondrían para una salida formal. Mucho glamour.

Nos costó un rato encontrar la casa a la vuelta, pero en el intento descubrimos que el barrio de Julien era muy interesante. Principalmente de inmigrantes y con una energía muy especial. Incluso nos cruzamos con una francesa que al escucharnos hablar en “argentino” nos contó que había vivido unos años en Lanús acompañando a un viejo amor. No preguntamos si Este u Oeste.

El segundo día nos esperaba sin una nube y con la temperatura justa para andar. Saltamos de la cama con ganas de empezar a conocer Paris. Habíamos quedado en encontrarnos con Nico en la estación Argentine del metro (la única estación con el nombre de un país en el metro de Paris). Paradójicamente, Nina, su novia brasilera, vivía muy cerca de allí. Fue una alegría volver a verlo. Caminamos juntos hasta el Arco del Triunfo. Lo gastamos de tantas foto, le sacamos de adelante, de atrás, del costado, de abajo… Seguimos por Champs Elysees pispeando alguna vidriera, pasamos por el Grand y el Petit Palais, y terminamos deslumbrados por el puente Alexandre III que desemboca en la majestuosa entrada del Hôtel des Invalides.

En Paris todo es monumental. Los edificios son enormes, con una presencia increíble. Todo muy imperial, con cúpulas y decoraciones doradas. Para donde se mire, hay algo deslumbrante. El diseño de las calles contribuye a crear este ambiente. Las avenidas son en su mayoría anchas, lo que genera una sensación de mucha amplitud. Lo curioso es que el Arq. Haussmann hizo este planteo alrededor de 1850, cuando todavía no existía el automóvil.
A pesar de ser de Normandía, Nico nos guió como un local. Estaba un poco de turista y un poco de parisino. Almorzamos unos sándwiches en unos jardines y dimos un último paseo con Nico, que desembocó en el Champ de Mars, la antesala de la Torre Eiffel. Si al Arco lo gastamos, a la Torre la podríamos dibujar de memoria.

Después de un rato, volvimos para atrás porque Nico nos había conseguido entradas para el Hôtel des Invalides. Es principalmente un museo de guerra y la mayor atracción es la tumba de Napoleón, que obviamente, tiene la suntuosidad digna de un emperador. Nos encontramos con armaduras y armas de todas las épocas, historia de la Primera y Segunda Guerra Mundial, Charles de Gaulle, etc., etc.. Lo recorrimos hasta que no aguantamos más.

Antes de volver, seguimos el consejo de Nico y nos fuimos a Trocadero, el lugar con la mejor vista de la Torre Eiffel. El sol se fue apagando y la Torre se fue encendiendo. Valió la pena.

Cenamos algo rápido en la casa y salimos de copas con Julien en un barcito cercano. Paris no era Alemania, Bélgica ni Holanda, la cerveza no sólo era más cara que la Coca Cola (en los otros países no), sino que era hasta más cara que el vino. Íbamos a tener que cambiar de hábito.

Nuevamente cielo azul para el tercer día. Como nos encontrábamos con Nico después del mediodía, aprovechamos la mañana para hacer turismo funerario. Nos fuimos al Cementerio Père Lachaise, donde hay varias tumbas famosas, entre las cuales están las de Edith Piaf y Jim Morrison. Tardamos casi una hora en encontrar la de Morrison. La de Piaf fue una gran incógnita.
Nico nos esperaba en la puerta de Notre Dame. Caminar desde el metro y descubrirla fue increíble. No dudamos un minuto en subir a la torre, sabíamos que la vista iba a ser especial. Todo lo que tiene Paris, desde arriba y acompañado de gárgolas de cuento. ¡No daban ganas de bajar!

Salimos y caminamos un poco por los alrededores de Notre Dame, que está en la Ile de la Cité. Esta isla se encuentra en el medio del Sena y fue el lugar de los emplazamientos originales de Paris, de la época de los romanos, galos y demás. Cerca de la iglesia se despliega el Quartier Latin, el barrio más antiguo. Esta parte, a diferencia del resto, tiene otra escala. Está llena de calles angostas y una imagen más antigua. Es como el núcleo desde donde creció la ciudad. Salimos de ahí por el primer puente que tuvo Paris, el Pont Neuf.

Era jueves, y el plan propuesto por Nico era ir al Museo de Arts y Metiers, gratis después de las 6. Como no estábamos para hacerle asco a un ofrecimiento gratuito, fuimos. Resultó ser más interesante de lo que esperábamos. Encontramos inventos de todo tipo. Los primeros relojes, las primeras computadoras, cámaras de fotos, autos, bicis, objetos voladores y hasta un colectivo a vapor.

A la salida, la noche recién empezaba, así que decidimos sacarle jugo al pase del metro y nos fuimos a ver algunos monumentos de noche. Volvimos al Arco, a Notre Dame, comimos nuestro tradicional Kebab (la opción más barata en Paris) y hasta nos vimos un partido de Petanc (algo parecido a las bochas), en una de las plazas.

¡Nuestro cuarto cielo despejado! Un record de permanencia de buen tiempo en lo que iba del viaje. Preferimos aprovecharlo antes de que se cortara la racha e hicimos un paseo en barco por el Sena. Un recorrido por los lugares tradicionales, pero desde el agua. Nos agenciamos nuestro lugarcito en la cubierta, “sanguchito” en mano y con solcito en la cara. Otra vez, 300 fotos de la Torre Eiffel y otras tantas de Notre Dame. Eso sí, desde un ángulo distinto.

Tuvimos que abandonar el paseo romántico en una de las paradas. Nos habíamos colgado y Nico nos esperaba en la fuente de Saint Michel. Para llegar ahí, todavía teníamos que atravesar toda la Place de la Concorde. Le metimos pata, pero no pudimos hacernos los distraídos delante del obelisco. Gracias a las cualidades “diplomáticas” de Francia, y un poquito de hambre imperialista, el generoso Mohamed Ali (el Virrey de Egipto, no el boxeador) decidió obsequiarle a Francia por voluntad propia y sin presiones, un obelisco de 25 metros y más de 200 toneladas, que estaba demás en el templo de Luxor. Para ello, construyó un barco ad hoc que remontó mares y ríos, incluido el Sena. Así es como Paris tiene hoy en una de sus plazas centrales, un monumento egipcio, con punta de oro e inscripciones jeroglíficas. Muy groso.

Finalmente, arribamos al punto de encuentro. Nico esperándonos como siempre. Nos armamos un pequeño recorrido que incluyó una pasada por el Panteón, la iglesia de St Etienne du Mont con unos vitraux espectaculares, y terminó en el Parque de Luxemburgo. El clima no podía ser mejor. Agarramos un par de sillitas que estaban sueltas por el parque (no, nadie se las roba) y nos sentamos al solcito. Teníamos sólo un ratito para relajar, ya que teníamos que volver a lo de Julien a preparar la cena. Estaban invitados también las vecinas y el novio de una de ellas.

Nos lucimos con unos fideos a la bolognesa, abusando de nuestras raíces italianas. La pasamos bien mezclando el francés, español e inglés. Todo sea con el fin de entendernos, claro.

Una de las chicas no se sentía muy bien, así que Vulqui tuvo que trabajar por segunda vez en el viaje. “Es probable que sea apendicitis” diagnosticó el mono doctor después de revisarla. Con el correr de los días nos enteraríamos que los 11 años de carrera no fueron en vano, ya que Melanie fue operada de apéndice al día siguiente.

La noche estaba en pañales, por lo que después de cenar nos fuimos a bailar. Julien nos llevó a “Alimentation Générale”, un boliche en el que había una fiesta brasilera. Nos bailamos todo. Muchos brasileros derrochando gracia y muchos europeos tratando de moverse al ritmo. Muy divertido.

La mañana siguiente desayunamos con Julien, nos despedimos y partimos a nuestro nuevo hogar parisino: la casa de Martín y Sophie.

Cuatro días habían pasado de nuestra llegada a París, pero todavía nos quedaba mucho por hacer…

sábado, 2 de octubre de 2010

Bruselas, más que repollitos

Sólo nos quedaba un destino por conocer en Bélgica: Bruselas. Una ciudad de la que no nos habían dado buenas referencias, pero que se la disputan entre Flandes y Vallonia. Geográficamente, Bruselas queda en la región de Flandes, pero en su mayoría es franco parlante como Valonia. Como si fuera poco, los habitantes de esta capital de un país tan dividido, no se sienten ni de uno ni del otro lado. Bruselas es, entonces, la tercera región de Bélgica (o la cuarta si se cuenta la parte que habla alemán en el límite Este). Realmente paradójico que un país con una superficie menor a cualquier provincia de Argentina tenga tantas divisiones.

Con todo esto encima, decidimos dedicarle un día y una noche a la ciudad. Partimos en tren desde Sint Niklas y llegamos a la estación central. Nuestro anfitrión en Bruselas era Robin, un couch surfer que en enero nos había visitado en Buenos Aires con su novia Colline. Aplicamos el famoso “hoy por ti, mañana por mi” y paramos en su casa de estudiante, de la que se estaba mudando en pocos días.

Desde la ventanilla del bondi, Bruselas ya acaparó nuestra atención. Nos bajamos con las indicaciones de Robin, quien nos esperaba en su casa para compartir un tecito. La casa estaba muy buena para 4 universitarios (y para no universitarios también). Tenían hasta su propia huertita y los zapallos se veían a través del techo de la cocina. Después de un rato de charla con él y una de sus convivientes, se ofreció a pasearnos un rato.

Para preciarse de tal, una buena recorrida por Bruselas, tiene que ir acompañada de las tradicionales papas fritas, por lo que el primer objetivo fue encontrar uno de los puestos recomendados por nuestro guía. Se nos complicó un poco porque ya era bastante tarde para almorzar. Sin embargo, la búsqueda nos llevó por lugares espectaculares.

Arrancamos cerca de su casa, en un barrio de portugueses. Todas las persianas de los locales estaban grafiteadas con mucho color. El reemplazo propuesto para las papas fritas era un pan portugués, pero tampoco lo conseguimos. Siguió el barrio africano. Robin nos llevó dentro de una galería en la que el 90% de los locales eran peluquerías, todos los clientes eran negros y las manicuras eran rubias de ojos claros. Definitivamente una ciudad multicultural con todas las letras.

El recorrido étnico nos llevó a una panadería turca y calmamos nuestro hambre voraz con un par de dulces. Eso nos dio un poco de energía para seguir recorriendo. Pasamos a través de un barrio tipo San Telmo, lleno de casas con antigüedades, pero popular. La diferencia es que todavía mantiene en su mayoría sus habitantes originales, más humildes, y no fue copado por casas reacondicionadas en lofts y otras yerbas.

Finalmente encontramos un buen lugar para comer las famosas papas. Comimos de la forma tradicional, y por supuesto, con cerveza. Aprovechamos para probar algunas otras frituras, pero las papas la seguían rompiendo. Con panza llena, fue más fácil disfrutar del recorrido.

Bruselas tiene principalmente una arquitectura francesa. Mucho balconcito francés con reja de hierro forjado, lo cual resultaba muy pintoresco y de alguna manera nos traía cierta añoranza a Buenos Aires. De hecho, nos recordaba también a otras ciudades sudamericanas como a la ciudad vieja de Montevideo y a los callejones y escalinatas de Lapa en Rio. Mucho grafitti y mural con personajes de historietas como Tin Tin, un belga conocido. Sin embargo, parece que la arquitectura de Bruselas no es muy apreciada. Los entendidos usan el término “bruselización” para describir una ciudad caótica. Bruselas mezcla arquitectura de diversos estilos y cuando se tiene una vista aérea, se pueden descubrir algunos edificios bastante toscos justo al lado de construcciones antiguas y delicadas. Más que caótica, nosotros la consideramos “ecléctica”.

Las reminiscencias latinas desaparecieron en cuanto pusimos un pie en el “Mark Grose”, la plaza central de Bruselas. Volvimos a Europa. Tremendos edificios, todos muy ornamentados y monumentales. Nos quedamos un rato admirados con la vista 360. La lluvia nos volvió a la realidad. Buscamos un refugio en el balcón de uno de los edificios y nos sentamos a seguir disfrutando del paisaje, realmente impactante. A la vuelta de la esquina, nos esperaba el “manneken pis”, chiquito pero famoso. Lo miramos un rato, pero nos ganó el olorcito que venía de un puesto a pocos metros. Otra especialidad belga: los waffles. Probamos y repetimos. Papas, cerveza y waffles, los belgas sí que saben comer.

Robin nos tenía guardada una última sorpresa. Fuimos hasta un estacionamiento de varios pisos en el centro y subimos hasta la terraza. Sin pagar un peso, pudimos tener una tremenda vista aérea de la ciudad. Espectacular. No había grandes edificios alrededor, así que teníamos un alcance interesante. Definitivamente, un paseo completísimo.

Después de mucho andar, la pequeña vejiga de Vulqui pidió pista. En Europa hay muchos “meaderos” públicos para hombres, pero encontramos uno muy particular. Bruselas es la única ciudad del mundo en la que se puede mear la pared de una iglesia de forma legal. El lateral de este templo tiene unos pseudo mingitorios y más de uno se da el gusto. Ojo, es sólo para lo primero.

Tomamos el tram a la casa y compartimos una cena con los compañeros de depto de Robin. Un buen cierre para un buen día.

Llegamos sin muchas expectativas y nos quedamos con ganas de más. Un balance positivo para Bruselas.

martes, 21 de septiembre de 2010

Benny a Bélgica

Nuestro primer acercamiento a Bélgica fue en Antwerp. Nuestro tren llegaba al mediodía y recién nos encontrábamos con Benny a la tarde, por lo que teníamos un rato para conocer la ciudad. Sanne había hecho todos los arreglos desde Rotterdam para que nos encontráramos con Dennise, su hermana, en la estación (Vulqui también la conocía de Asia). Así que una vez más, teníamos a un local al lado para contarnos los secretos de la ciudad, ¡buenísimo!

Con Denisse le sacamos el jugo al tiempo que teníamos. Caminamos el centro, la costanera, la zona roja. Todo super pintoresco, con un estilo todavía bastante holandés (Antwerp está en la región “Flandes” del país). Como escala obligada nos sentamos a tomar la cerveza característica de la ciudad.

Si en Alemania y Holanda habíamos tomado cerveza, en Bélgica no íbamos a tomar otra cosa. Cada ciudad y cada región tienen una cerveza característica. Además, están las “trapist” que fueron hechas por los monjes de una abadía respetando las normas tradicionales, y están las “abbey” que son como las “trapist” pero más industriales. Como si esto fuera poco, las hay desde graduaciones alcohólicas de entre 3 y 5% hasta otras de entre 11 y 13%. Las cartas de bebida son interminables. Acorde con esto, cada variedad es servida en un vaso completamente distinto. Cada una en el recipiente que corresponda. Algunas en chop, otras en copa ancha, y hasta en vasos de base redonda que necesitan un soporte para no caerse. Así, en todos los bares. Tan importante es esta bebida en Bélgica, que una de las gatas de Dennise se llama “Cerveza” y el hit del momento no para de repetir en perfecto español “dos cervezas por favor” (les recomendamos que vean el video bizarro en youtube).

Como sólo de cerveza no se puede vivir, los belgas tienen otra pasión: las papa fritas. Hay por todas partes y en todas las ciudades, puestos de frituras varias, especialmente papas fritas. Venden conos de todos los tamaños con una variedad de salsas que no tiene nada que envidiarle a las cervezas. A diferencia de nosotros, ellos fríen las papas dos veces, una para cocinarlas por dentro y otra para que quede bien crocante el exterior. Después de probarlas, apoyamos su reclamo de que en inglés, en lugar de “french fries” se las llame “belgium fries”.

Después de cerveza y papas fritas, la última parada fue la casa de Dennise. Muy bien ubicada en el centro. Es un depto bastante grande un edificio del 1600. ¡Vive en una reliquia! Un lugar con tanta historia que cuando se entra es imposible no pensar en la cantidad de gente que pasó por ahí en tantos años.

La pasamos muy bien charlando y nos colgamos un poco con el tiempo. Era tarde para el encuentro con Benny, por lo que salimos corriendo a la estación. Llegamos y ahí estaba, después de 20 minutos de espera, con una sonrisa y sin haberse sorprendido de nuestra demora. Sacamos pasaje y nos fuimos a Saint Niklas, su ciudad.

La noche en Sint Niklaas fue familiar. Cenamos con Benny y su mamá, Drina, una mujer muy dulce y con muy buena mano para la cocina. Estuvimos comiendo por 2 horas y terminamos con 3 kg demás en una sola comida que, obviamente, incluía papas fritas.

Vulqui y Benny se pusieron al día hasta entrada la madrugada. Finalmente todos nos fuimos a dormir, al día siguiente empezaba nuestra recorrida por Bélgica.

Flandes, Bélgica del Norte
Después de un desayuno contundente, salimos en tren a Brujas. Habíamos escuchado un montón de esa ciudad: que era de cuento, muy linda, muy cuidada, etc., etc.. Después de recorrerla un rato, lo confirmamos, pero para llegar a esa conclusión había que abstraerse bastante de la cantidad de turistas. Estaban por todos lados, como hormigas salían de las callecitas, que eran muy lindas por cierto. No es que renegáramos de ser turistas, pero realmente era bastante difícil disfrutar de un lugar tan lleno de gente. Tal vez el hecho de que fuera sábado contribuía a que estuviera particularmente concurrida. Sea por lo que fuere, Brujas no nos mató como esperábamos.

Le dedicamos un par de horas para caminarla bastante y decidimos seguir camino hasta nuestro próximo destino: Ghent.

En su viaje por Asia, más específicamente en Nepal, Vulqui conoció a Liz, una belga de Ghent que le había hablado mucho de su ciudad, y hasta había asegurado que le pasaba el trapo a Brujas. Sabíamos que no íbamos a poder encontrar a Liz ahí porque estaba volviendo de un viaje por Thailandia. Lo que sí podíamos hacer era comprobar si había exagerado o no.

El tren nos dejó en la estación más lejana al centro, por lo que fuimos internándonos en la ciudad de a poco. Ghent es una ciudad estudiantil. Mucha gente de todo Bélgica se muda ahí durante sus estudios, incluso Benny estudió y vivió en Ghent. Las clases no habían empezado todavía, por lo que estaba un poco desierta.

Fuimos avanzando en nuestra recorrida y encontrando lugares cada vez más interesantes. Finalmente, nos topamos con un espacio lleno de edificios impactantes, por su tamaño y por su estilo. Todos hermosos. Terminamos en un puente sobre un canal y en ese punto realmente no pudimos creer que no habíamos escuchado más sobre esa ciudad. Estuvimos un rato admirando los edificios, el agua, los detalles, mientras el sol bajaba y la luz se volvía perfecta para las fotos. La caminata desembocó en un fuerte, ¡en el medio de la ciudad! Eso terminó de convencernos de que la ciudad era realmente especial. Definitivamente Liz tenía razón.

Para superar la sorpresa, nos sentamos en un bar a la orilla del canal. Benny se ofreció para pedirnos la cerveza tradicional del lugar. 11% de alcohol!!! Y lo peor es que no se sentía. Fue como hacer un 3 en 1. Muy rica, pero peligrosa. Pudimos superar la prueba sin morir en el intento. Cargamos pilas y salimos a andar de nuevo, ahora con todo iluminado porque ya era de noche.

No fuimos lejos. Benny nos metió en una calle mínima donde se escondía un barcito de igual tamaño. Vendían sólo ginebras saborizadas. Habíamos zafado de caer con la cerveza, pero esto era lo que faltaba para “entonarnos”. Nuestra escala fue muy corta, duró lo que Benny tardó en pedir 3 ginebras de mango y en tomárnoslas de un trago. Ya podíamos seguir (¿podíamos?).

La ciudad era tan linda de noche como de día. Los edificios estaban iluminados de una forma muy artística y se volvían incluso más impactantes.

Nos paramos en una esquina por unos minutos y se nos acercaron 2 chicos. Uno vivía en Brujas y el otro en Ghent, por lo que les contamos nuestra experiencia con las dos ciudades. Como nosotros, terminaron reconociendo que Brujas estaba “sobrevaluada” y Ghent tenía mucho para dar también. Fueron muy simpáticos y nos invitaron a ir con ellos al canal. Llámenlo ingenuidad latina, problemas de idioma o borrachera pasajera, pero los dos pensamos que eran dos extraños que habíamos cruzado por casualidad y habían tenido buena onda. La parte de la buena onda fue real, pero estos chicos resultaron ser amigos de Benny. La pasamos muy bien con ellos. Charlamos de la vida en Bélgica, la política, los intentos de separación del país y algunas banalidades también.

Se hacía tarde y teníamos que tomar nuestro tren a Saint Niklas (el último pasaba a las 23hs, sino teníamos que esperar el próximo hasta las 6 del día siguiente). Corrimos bajo la lluvia hasta la estación y llegamos justito.

No teníamos ganas de irnos a la cama, así que Benny encontró la revancha: un bar/boliche en el medio de Saint Niklas. Estuvo muy bueno. Bailamos y miramos a la gente durante un rato. Claramente Benny tenía más energía que nosotros, porque después de ese nos llevó a otro lugar, pero ya no nos daba el cuero y abandonamos la nave después de un ratito. Previa compra de unas papas fritas, nos fuimos a la cama. Había que recuperarse para el día siguiente, teníamos que ver qué nos deparaba el Sur.

Valonia, Bélgica del Sur
Costó un poco levantarnos, pero teníamos razones para ponerle energía. Esta vez la recorrida era en auto porque nos íbamos un poco más lejos. El destino era Dinant, una ciudad a 300 km de Saint Niklas, en el Sur de Bélgica, la parte franco parlante. Íbamos a ver un famoso fuerte y cómo era la vida en la otra Bélgica.

El clima no ayudaba. Estaba bastante fresco y amenazaba con llover en cualquier momento. Ese momento fue exactamente cuando nos bajamos del auto. En realidad, mientras subíamos el teleférico al fuerte.
Paraguas en mano, hicimos el tour por esta construcción del 1000 y pico que había sobrevivido a varias guerras a lo largo de los siglos. Muy bien conservado. El tour fue en francés por lo que entendimos la mitad.

Además del idioma, todo resultaba más francés. El estilo de las casas, el pasiaje más ondulado. Caminamos un poquito la ciudad, pero como era el día más frío desde que habíamos llegado al viaje, nos metimos en un bar a tomar algo caliente apenas pudimos.

El clima no nos dejaba hacer mucho más y nos iba a llevar un largo rato volver, así que emprendimos la vuelta. Después de traspasar una tempestad en el medio de la ruta y hacer una pequeña escala para ver un castillo real a lo lejos, le metimos pata. Teníamos que llegar para cocinar. El menú era un buen guisito, ideal para ese día, y los comensales eran la mamá, la tía y Benny. ¡Otro éxito culinario! Hasta lo acompañamos con un vinito argentino y todo. Pasamos una noche muy linda. Drina nos regaló unos chocolates belgas (otra cosa en la que son especialistas), que nos acompañarían por largo rato en el viaje.

Nos despedimos de Bélgica en familia, para terminar de sentirnos como en casa.

lunes, 13 de septiembre de 2010

La moderna Rotterdam

El viaje en tren fue más corto de lo que esperábamos, se nos pasó volando. Estuvimos especulando durante el trayecto cómo sería Rotterdam, ya que nos habían hablado mucho y sabíamos que no tendría nada que ver con Amsterdam o Leiden. Sanne y Linda nos esperaban afuera de la estación en su autito rojo.

Después de un par de días soleados, no quedaba otra que volviera la lluvia. Holanda ya nos había acostumbrado a ese ritmo climático. Llegamos a la casa con la lluvia, así que no nos quedó otra que quedarnos adentro, charlando y comiendo, dos cosas que nos cuestan muy poco. Cocinamos chipá, nos tomamos varias jarras de té y le sacamos punta a la lengua. Afuera seguía lloviendo copiosamente. Unas horas más tarde se sumó Eline, la tercera de “las chicas holandesas”. Hasta allí, Rotterdam era para nosotros esa casa super alegre y colorida, donde el único hombre era un conejo llamado Buzz. Vulqui estaba contento de no tener mucha competencia.
Incluso tuvimos tiempo para improvisar una clase de español para las chicas que tienen planeado ir a Centro América en breve. Cada una demostró sus conocimientos y Sanne se despachó con la frase que mejor le salía en español: “Estoy muy caliente”, afirmó. Claro, no sabía lo que decía, Eline le enseñó esa frase haciéndole creer que estaba diciendo “Tengo calor”. Bueno, tal vez le resulte más útil en algún momento.

La tormenta nos dio una tregua a la noche y los cinco nos fuimos de copas. Las chicas nos llevaron al café del “Hotel New York”, que lleva su nombre porque durante el siglo 19 era el lugar desde donde partía la ola migratoria de Holanda a América, debido a persecuciones religiosas o para escapar de la pobreza. De hecho, mucha gente viajaba desde Europa del Este hasta Rotterdam, ya que era una de las pocas ciudades que mantenía un servicio directo principalmente a New York. Por todo esto, el Hotel simula un barco y está ambientado con cientos de detalles que rememoran esa época. Las chicas nos eligieron una cerveza de mujer y otra de hombre, y brindamos en ese bar con historia.

Por lo poco que vimos desde el auto, la ciudad era completamente distinta al resto de lo que habíamos conocido de Holanda. Durante la Segunda Guerra Mundial, Rotterdam fue una de las ciudades más dañadas. Completamente destruida por las bombas, empezó a reconstruirse al finalizar la guerra y continúa su creciente urbanización hasta hoy.

Existe una rivalidad con Amsterdam “la linda”, pero las abuelas cuentan que Rotterdam supo ser una ciudad más pintoresca antes del bombardeo. No pudimos comprobarlo, pero lo que sí pudimos ver es que la ciudad sacó ventaja de la situación y, en lugar de reconstruir la antigua arquitectura, creó un nuevo estilo muy moderno y artístico.

El segundo día le hicimos frente a la lluvia y provistos de dos medios paraguas, salimos al Sanne-tour por Rotterdam (Sanne es guía de turismo y nos armó un recorrido muy interesante). Arrancamos en bici al centro. Cada uno con la suya, excepto Vicky que iba atrás de una de las chicas (increíblemente más estable que ir en la bici con Vulqui). A primera vista ya era evidente la diferencia: grandes edificios, muy modernos, de formas locas. Las que más llamaron nuestra atención fueron las casas cúbicas. En el centro de la ciudad, junto al antiguo puerto y detrás de la biblioteca, descubrimos unos cubos de madera dispuestos como rombos, todos iguales, pintados de amarillo y con techo de chapa. ¡Teníamos que entrar! Una de las casas era un museo, por lo que pudimos ver que esta gente vive con paredes diagonales, pero no necesitan controlar la gravedad, ya que el suelo está en el lugar tradicional.

Seguimos el recorrido por la ciudad sorprendidos de encontrarnos en cada esquina con una obra de arte o algún elemento de diseño. Hasta cruzamos a un enano de jardín de 5 mts (no tan enano) con un consolador en la mano. Bizarro…

Después de un rato de andar, llegamos al famoso puerto. En realidad, a un pedacito mínimo. Rotterdam tiene el puerto más grande de Europa y uno de los 5 más grandes del mundo, con barcos gigantes que lo atraviesan a diario. Bastante impresionante.

El tour fue corto pero rendidor. Debíamos volver a la casa, éramos los encargados de la cena y teníamos invitados a comer: Michel, una amiga de Sanne, y Bram, que venía desde Amsterdam a visitarnos y a conocer a las chicas. Esta vez teníamos que hacer las empanadas. La buena noticia fue que encontramos tapas de tarta y logramos que se vieran bastante parecidas (hicimos de carne, humita y jamón y queso), la mala es que no tenían gusto a empanada ni por asomo. Por suerte, teníamos a Bram, un fan de nuestra comida, entre los comensales, y volvió a hacernos los honores en Rotterdam. Tuvimos una noche espectacular entre amigos. Por suerte todos pegaron buena onda y el incidente culinario pasó desapercibido.

Bram se quedó a dormir también y tuvimos nuestro último desayuno en Rotterdam todos juntos. Muy gracioso. Linda nos llevó a los tres a la estación y terminamos despidiendo nosotros a Bram en Rotterdam. Él volvía a Amsterdam y nuestro próximo destino era Bélgica.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Leiden, la petit Amsterdam

El día que dejamos Amsterdam llovía a cántaros. Nos tomamos el “tram” a la estación central y nos encontramos con que muchos trenes estaban demorados por la lluvia. El nuestro no era la excepción. Parecía una señal de que no teníamos que dejar la ciudad, pero después de un rato de esperar y preguntar, finalmente sonó el silbato y partimos.

En Leiden nos esperaba Rajko que, como buen holandés, había ido hasta la estación en bicicleta. Como con Michael y Bram, era raro para Vulqui volver a verlo, pero a la vez una alegría inmensa.

Después de una pequeña caminata, llegamos a lo de Chris, su mamá, ya que en su depto de estudiante no había suficiente lugar para quedarnos. Así que nuestra estadía en Leiden fue en una casa típica, de esas de varios pisos, escaleritas angostas y techo a dos aguas, como las que veíamos cuando caminábamos por la calle. Una casa hermosa con un jardín espectacular muy bien cuidado por su dueña.

Llovía de a ratos, por lo que nos quedamos charlando mientras esperábamos que pasara. No tardamos mucho en salir a caminar la ciudad, y para nuestra sorpresa, nos encontramos que Leiden era muy parecida a Amsterdam. Las casas eran muy similares y los canales estaban por todos lados. Era una Amsterdam más tranquila, sin el centenar de prostitutas y coffe shops, o por lo menos no a la vista. Silenciosa y muy armónica, como de cuento.
Después de caminar por los canales y las callecitas, y de asombrarnos de lo que para Rajko era cosa de todos los días, nos sentamos en un bar flotante a tomar la cerveza obligada. De la lluvia no quedaban rastros.

Quisimos hacer la cena y unas empanadas sonaban bien, pero después de buscar por todos los medios los elementos para hacerlas, tuvimos que volver al querido pastel de papas. Tuvo buena aceptación en la cena familiar, ¡y eso que teníamos bastante presión! (Rajko es chef).

A la mañana siguiente, salimos a caminar Leiden solos. Rajko tenía que hacer algunas cosas y quedamos en encontrarnos al mediodía para hacer una recorrida por los alrededores. Después de andar un rato nos chocamos con los típicos molinos de viento y terminamos de confirmar que estábamos en Holanda.

Empezamos nuestro road trip por Holanda. La primera parada era la playa, a sólo 20 minutos de Leiden. Desde el auto, el cielo se veía casi sin nubes y el sol se hacía sentir. Estacionamos en un balneario que era como Pinamar sin pinos. Nos encontramos con un mar marrón y arena oscura, perfecto para no extrañar tanto casa, o no. Nos clavamos las ojotas y nos aventuramos a la orilla, pero un pseudo tornado no nos dejó avanzar. Agarrados para mantenernos en el suelo, caminamos paso a paso (como diría Mostaza) contra viento y marea, hasta un refugio detrás de unas sombrillas. Dejamos de pensar que era seguro después de ver cómo salían volando algunas y nos pasaban a centímetros de la cabeza. Después de un rato abortamos la misión playera y nos retiramos a tomar algo en uno de los paradores que, por obvias razones, estaba vacío.

Seguimos nuestro mini tour hacia el campo. Nos encontramos con algunas plantaciones de flores de todos los colores, que de lejos parecían dibujos en la tierra. Espectacular. Como Holanda está llena de agua, el pasto es de un verde super intenso y hay mucha vegetación. Nos cruzamos canales dentro y fuera de las ciudades. El agua está por todas partes.

Volvimos a casa habiendo estado en la playa y en el campo en una misma tarde. Esa es la ventaja de un país chiquito donde todo queda cerca. Como a varios de nuestros anteriores anfitriones, también a Rajko hicimos parte de nuestra evangelización matera. Chris no podía cenar con nosotros porque tenía un compromiso, pero nos había dejado una cena riquísima. ¡La mejor comida en lo que iba del viaje!

Para festejar nuestra última noche en Leiden, fuimos a tomar unas cervezas (no podríamos decir cuántas) en una taberna holandesa con mucha madera y un subsuelo con mesa de pool. Se sumaron a la mesa algunos amigos de Rajko muy buena onda. Entre ellos, Claudia, hija de peruanos, pero que vivió toda su vida en Leiden. La combinación ideal. Fue ahí cuando descubrimos que la técnica de levante de los holandeses es nula. Créannos, un argentino en estos pagos podría hacer desastres realmente.

Nos despedimos de Rajko a la mañana siguiente en la estación del tren. Nosotros partíamos hacia Rotterdam, y él a Amsterdam, a ver el debut de su sobrino de 10 años jugando en las inferiores del Ajax.