miércoles, 9 de febrero de 2011

Bajo el cielo de Toscana

El tren nos dejó en una estación secundaria de Florencia y un señor muy amable nos ayudó a tomar otro hasta la central. De ahí, unos pocos minutos de caminata y estábamos en el hotel. Era un antiguo convento, bastante bien ubicado. Lloviznaba, así que decidimos comer algo rápido y hacer una siesta reparadora antes de salir a recorrer.

El día gris no beneficiaba mucho la vista de la ciudad, y nuestra primera impresión no fue buena. Parados del otro lado del Puente Vecchio, caminando hacia el centro, los edificios nos se veían especiales. El puente en sí no tenía gran encanto. Muchas gente, bastante mugre. Nuestras expectativas eran muy altas y dada su fama esperábamos que Florencia fuera la más linda de Italia. Grave error evaluarla estéticamente, despojándola de su importancia histórica. La ciudad cuna del Renacimiento, origen de figuras tales como Leonardo, Migue Ángel, los Medici, Machiavello… Sólo caminar por el mismo suelo que ellos, alcanza para darle a la ciudad una magia y una belleza superior a muchas otras.

Pero no habíamos visto nada todavía… después de caminar unas pocas cuadras, frente a nosotros, se abrió una plaza y en su centro, se levantaban dos de los edificios más increíbles que habíamos visto hasta el momento: la Catedral de Santa Maria del Fiore y el Batisterio. Trabajados hasta el último detalle en mármol blanco, rosa y verde, parecían plantados allí por un extraterrestre. La Catedral no tenía desperdicio ni por dentro ni por fuera. Los pisos, también en mármol, formando flores geométricas que hacen honor a su nombre, y la fachada coronada por el alto campanil y la magnífica cúpula color ladrillo que le llevó la vida a Brunelleschi (y más también). Y la Puerta del Paraíso en el Batisterio! Un obra de arte en sí misma. Imposible no mencionar también la torre y las esculturas frente al Palacio Vecchio, donde tuvimos el primer encuentro con el David, que aunque fuera una réplica, se plantaba con la misma presencia del original.
Antes de cenar, una pasada por la Galería de la Academia para ver al David real y por la Basílica de Santa Croce para terminar de mostrarnos lo equivocados que estábamos sobre la ciudad. Un aperitivo completo para cerrar el día, y nos fuimos a dormir con una impresión completamente distinta de Florencia.

Con otra energía arrancamos nuestro segundo día. Aprovechamos el buen sol e hicimos la subida al campanil de la Catedral. Desde allí la vista ara impecable. Una seguidilla de techos te tejas y cúpulas con mucha historia, especialmente la de la misma Catedral. Desde allí, la ciudad se veía realmente hermosa. Nos quedamos un rato largo disfrutando de la vista aérea, antes de volver a bajar los más de 400 escalones que nos separaban del suelo.

Y finalmente llegó el turno de la visita obligada a la Galería de Uffizi, residencia de la colección de los Medici, y que cuenta con obras como el Nacimiento de la Venus y la Primavera de Botticelli, la Virgen con el niño de Donatello, y otros millones de dólares más colgando de las paredes. Eso sí, dos o tres horas de espera para entrar, no sólo porque está lleno de gente, sino porque la cola avanza a paso de tortuga. A no ser que uno haya sido lo suficientemente precavido como para reservar la entrada con anticipación y entrar por la puerta rápida. No fue nuestro caso.

A la mañana siguiente volvimos a subirnos al tren y dejamos Florencia para conocer Siena. No fue buena idea caminar desde la estación hasta el hotel, especialmente porque las indicaciones que teníamos para llegar no eran nada claras, y porque llevábamos 20 kgs cada uno en la espalda. Siena es una ciudad amurallada, rodeada de barrancas verdes llenas de viñedos. Desgraciadamente no encontramos una puerta que nos permita atravesarla y cortar camino, por lo que terminamos rodeándola en subidas y bajadas, pidiendo direcciones para llegar a una calle que nadie parecía conocer.

Después de perder más de 3 horas de nuestro único día en la ciudad buscando el Hotel, dejamos las cosas y salimos disparados a conocerla (del lado de adentro, el de afuera lo teníamos bastante presente). La suerte no estaba de nuestro lado, y la recorrida se iba interrumpiendo con chaparrones. Buscamos refugio bajo juna parra y algunas arcadas, y cuando paraba un poco aprovechábamos para seguir. Anduvimos todo el día. Una ciudad medieval, con calles angostas y serpenteantes, fachadas de piedra e incontables esculturas de la loba amamantando Rómulo y Remo.

Históricamente adversarias, existen ciertas similitudes con Florencia. Especialmente el estilo de su Catedral y de otros edificios importantes. Nos sorprendimos especialmente con la particular Piazza del Campo, una especie de embudo en el que convergen las principales calles y que es hasta el día de hoy el punto de reunión más evidente de la ciudad. Su magnitud se multiplica en comparación con lo angosto de la mayoría de los pasajes.

Siena nos transportaba en el tiempo y las horas se nos iban pasando. El sol se iba y la panza ya nos pedía que le tiráramos algo. Nuestra visita estaba signada por la caminata y la cena no iba a darnos tregua. Era domingo y la mayoría de los restaurantes estaban cerrados, exceptuando por supuesto los más caros, lejos de nuestro presupuesto. Decidimos cruzar las murallas hacia el exterior en busca de algo más “local”, pero la oferta no era mucha. Fue entonces cuando vimos la “M” salvadora. Peregrinamos hacia la hamburguesa con queso. Los carteles nos marcaban el camino correcto, pero no divisábamos nuestra Meca. Debemos haber estado caminando durante más de una hora, hasta que ya no tuvimos más fuerza para seguir y sucumbimos ante la tentación, cenando en un restaurant.

Hicimos los arreglos para dejar Siena al mediodía en lugar de la mañana, lo cual nos daría más tiempo para poder recorrerla mejor. El clima nos dio otra oportunidad y le metimos pata. Dimos vueltas por todos los recovecos, nos sentamos a admirar el paisaje despejado y volvimos a pasar por los lugares que más nos habían llamado la atención. Ya era lunes y la ciudad tenía otra vida. Los universitarios se mezclaban con los turistas, las vespas competían con los colectivos… y nosotros disfrutábamos de esa revancha.

A pesar de haber sido breve y un poco accidentada, nuestra visita a Siena valió la pena. Conocimos una pequeña ciudad medieval, hermosa y con un entorno increíble. Ahora nos esperaba la Sra. Roma.

jueves, 3 de febrero de 2011

Relax a la bolognesa

Teníamos un solo día para recorrer Venecia, por lo que salimos a las 5 a.m. de Ljubljana. El apuro radicaba en que queríamos llegar a Bologna, nuestro siguiente destino, para ver a Alicja antes de que se fuera a Polonia. Para aclarar un poco el panorama, Alicja es amiga de “las polacas” (ella también lo es) y Pietro es su novio (italiano él). Tienen su compañía de teatro en Bologna (él Director, ella actriz) y nos habían visitado en Buenos Aires unos días antes de nuestra partida, por lo que queríamos volver a estar los cuatro juntos. Dicho esto, empezamos la maratón.

El micro nos dejó en Mestre, a unos kilómetros de Venecia y nos tomamos el tren correspondiente. Además de estar formada por más de 100 islas, Venecia es una en sí misma, por lo que después de un rato de andar las vías quedaron rodeadas de agua y el tren suspendido en el mar. Un pie afuera de la estación y estábamos frente al Gran Canal.

Orientarse en Venecia no es tarea sencilla y es probable encontrarse sin salida, al borde de un canal. Sin embargo, la mejor manera para recorrer la ciudad es perderse, porque así uno encuentra los lugares más especiales. Caminamos en zigzag por las callecitas angostas, cruzando puentes, buscando un rumbo. Cargamos energías con un canolli rebosante de crema pastelera (el cual añoraríamos a lo largo de toda nuestra estancia en Italia), y seguimos viaje. Infinitos canales se iban sucediendo a nuestro paso. Abajo, el mar de un verde increíble. En el camino, ropa colgando de las ventanas, miles de góndolas, máscaras, artistas y, por supuesto, turistas, muchos turistas.

El paseo en góndola estaba lejos del presupuesto, por lo que tuvimos que conformarnos con tomar algún traghetto (una lancha colectivo, pero a remo) para cruzar de una orilla a otra; pero algún gusto teníamos que darnos, así que nos sentamos en una de las trattorias a comer una buena pizza italiana (no tan buena, debemos decir).

De alguna manera nos la habíamos ingeniado para estar bastante solos (todo lo que puede esperar en una ciudad que recibe 20 millones de turistas al año), pero cuando encaramos para cruzar el famoso Puente de Rialto entendimos que sostener esa soledad era demasiada pretensión. Nos resignamos a hacer el típico recorrido. Al ver la Piazza San Marco inundada y sin palomas, la Basílica en reparación y el Puente de los Suspiros casi completamente tapado, la postal típica se vio un poco modificada. Sin embargo, la magnitud de ese lugar y su belleza no habían sido opacados, y sentíamos que podíamos pasar horas sentados a orillas del Gran Canal sólo mirando. Cruzar hasta la Punta de la Dogana fue una buena idea. Nos lo habían recomendado en Eslovenia y resultó ser un oasis de tranquilidad, donde sentarnos solos a tomar un café y disfrutar de la magia de la ciudad no resultó una utopía.

Nuestro intenso día en Venecia fue llegando a su fin. Disfrutamos de la caminata de vuelta a la estación y nos fuimos sabiendo que algún día tendríamos que volver.

Tomamos el tren y el colectivo siguiendo las indicaciones de Alicjia, y estábamos en Bologna para la cena. Nos recibieron con la calidez que recordábamos y compartimos una cena buenísima junto con otra pareja de amigos de ellos, y nos pusimos un poco al día sobre su experiencia en Bolivia, donde dieron talleres de teatro en una cárcel de menores.

La mañana siguiente, la última con Ali, nos hicieron un rápido citytour. Bologna es una ciudad con una fisonomía muy particular. Además de sus fachadas de ladrillo, sus calles están completamente cubiertas por galerías y arcadas, que protegen a los transeúntes de cualquier desavenencia climática y le dan un sello único. Además, es un centro cultural y universitario en la región, por lo que la energía que se respira es interesante. Nuestro recorrido incluyó, por supuesto, una pasada por las emblemáticas torres de la ciudad, el barrio universitario, la Piazza Maggiore con su erótica fuente de Neptuno, y algunas recomendaciones de a dónde ir para comer o salir, lo bueno de pasear por una ciudad con un lugareño al lado. Fue en ese momento, cuando nos abrieron los ojos al mundo del aperitivo.

Que los italianos saben comer no es ningún secreto, pero esto ya era el súmmum. El concepto de aperitivo es algo parecido a la picada argentina o a las tapas españolas: algo de comer para acompañar la bebida en el bar, por la tarde, después del trabajo. Sin embargo, en Italia, el tentempié tiene otra dimensión, y puede incluir desde ensaladas varias, hasta pasta, pollo, y un sinfín de delicias, todo tipo buffet, o sea self-service y hasta reventar. Ah! Y lo único que se paga es la bebida que se toma, al mismo precio de siempre. A partir de ese momento, la identificación de buenos aperitivos fue una de nuestras primeras actividades al llegar a una ciudad en Italia.

La recorrida, aunque corta, fue reveladora, y nos despedimos de Ali en una esquina del centro. Realmente un placer haber vuelto a verla aunque fuera por un ratito. Pietro quedó entonces como nuestro anfitrión designado en lo que restaba de nuestra estadía.

Nuestros días en Bologna fueron de relax. Una ciudad chica en la que no hace falta saltar de un monumento a otro, y uno se puede dedicar más a vivirla que a visitarla. Volvimos a dormir hasta tarde, a sentarnos a leer el diario, a ver televisión antes de ir a la cama. Compartimos charlas muy interesantes con Pietro, que incluso nos llevó una noche al centro de refugiados donde da clases de teatro, y terminamos cenando con Laura, una chica de Camerún que había escapado de su país después de que gran parte de su familia fuera asesinada en una persecución política del Gobierno.

Esa noche Pietro nos propuso acompañarlo a Milán al día siguiente, ya que él tenía un almuerzo de negocios e iba a ir y volver en auto. No lo dudamos y agregamos una ciudad fuera del itinerario. Recordamos entonces que ahí vivía Gaetano, un familiar lejano de Vulqui que nos había contactado anteriormente para que fuéramos a visitarlo. Así fue como después de unas horas estábamos en nuestro punto de encuentro frente a la estación central de Milán. Gaetano nos recibió con una sonrisa y un gran abrazo, y almorzamos entre historias familiares y recuerdos lejanos, mezclando el italiano y el español. Nos contó de la familia que había formado y también nos puso en contacto con Cossimo, su tío y primo del abuelo de Vulqui, quien todavía vivía en Calopezzatti (el lugar de origen de los Vulcano), y entre los dos nos terminaron de convencer que debíamos dedicar unos días a conocer ese pueblito de la Calabria… pero eso vendría más adelante.

Dejamos que Gaetano volviera a su trabajo, y lo comprometimos a venir a visitarnos algún día. En el ratito que nos quedaba antes de volver a encontrarnos con Pietro, nos pusimos el gorro de turistas y nos fuimos al centro. Frente a la salida del metro se levantaba monumental la gótica Catedral de Milán, y a su izquierda la famosa y exclusiva galería Vittorio Emanuele. El poco tiempo que teníamos fue suficiente para deleitarnos con el ensayo de la sinfónica de Milán que tenía función esa misma noche en el Duomo. Nada mal…

Nuestra última noche en Bologna nos encontró compartiendo con Pietro un cous-cous en una feria alternativa marroquí. Agradecidos por su hospitalidad, nos despedimos deseando volver a recibirlos pronto en casa.
Próxima parada: Florencia.

martes, 11 de enero de 2011

Naturalmente Eslovenia

Después de un viaje bastante incómodo, llegamos a Ljubljana (todavía nos cuesta pronunciarlo) una hora antes de los previsto (4:30 a.m en lugar de 5:30 a.m.), menos tiempo de micro, pero demasiado temprano para caer en una casa. La madrugada estaba helada, por lo que nos refugiamos en un bar a hacer un poco de tiempo. Envueltos en una manta, nos tomamos un par de cafés y esperamos que se hiciera una hora razonable, o por lo menos que se asomara el sol.

Tardamos 5 minutos en llegar a la casa de Tadej, nuestro anfitrión en Eslovenia. Dormía, por supuesto, pero se levantó a recibirnos y compartir un rico desayuno, dándonos la primera muestra de toda su buena onda. Habíamos llegado a él a través de Branca, una chica eslovena que Vulqui conoció en Asia. Compartimos una charla antes de que se fuera a trabajar y morimos en la cama apenas cruzó la puerta.

Después de unas horitas de sueño profundo, salimos a conocer Ljubljana. En el formulario básico para ser una ciudad de cuento, cumplía con todos los requisitos: castillo en la montaña, rio que atraviesa la ciudad, callecitas angostas y hasta dragones custodiando un puente. Todo esto en una superficie diminuta y con menos de 300.000 habitantes. De hecho, el chiste entre los locales es que la máxima distancia entre dos personas que están dentro de la ciudad no puede superar los 15 minutos. Lo comprobamos cuando en poco más de una hora la recorrimos toda. Realmente era perfecta y con una vida interesante. En algunos sectores (decir barrio sería una exageración), había toques modernos que se combinaban muy bien con lo histórico. Como una mini Praga reloaded.

Agotados por la caminata y buscando escapar del ruido y locura de esta ciudad (guiño, guiño), encontramos refugio en el parque Tívoli que, para contribuir a la sensación de estar en una fábula, resultó ser un bosque con ardillas y honguitos perfectos a los que sólo les faltaba que les saliera un pitufo de adentro. Ahí, a 5 minutos de caminata desde el centro, tuvimos nuestro primer contacto con la naturaleza y entendimos que ese vínculo era algo muy importante para los eslovenos.

Ya hacia el fin de la tardecita, nos juntamos con Branca a tomar un café a la orilla del río, mientras iba cayendo el sol y se sentía más el frío. Caminamos juntos para volver a ver la ciudad, pero esta vez de noche. Branca nos fue contando algunos secretitos y mostrando algunos rincones ocultos. Todo en un ratito nomás. Esa primera noche cocinamos entre todos en la casa de Tadej . Comimos, charlamos, nos reímos… la pasamos muy bien.
A la mañana siguiente, seguimos las recomendaciones de los chicos y pasamos por el mercado local de frutas, verduras, artesanías y demás. Como nos lo habían adelantado, toda la ciudad estaba ahí. Hicimos una recorrida rápida para llegar a tiempo a nuestro micro con rumbo a Bled, uno de los destinos más populares de Eslovenia.

El viaje fue entre montañas y lugares super verdes. Al llegar, caminamos calle abajo y descubrimos el lago, igualito a la foto de nuestro folleto turístico. Azul, en el centro una isla con una abadía y elevado sobre la orilla, el infaltable castillo. Ah! Y las montañas de fondo dándole un marco soñado. El único problema era que estaba bastante concurrido por el turismo y que si uno no quiería gastar una fortuna en cruzar el lago con un barquito o sentarse en uno de los lujosos restaurantes, no había mucho para hacer en Bled. Dimos la vuelta al lago, sentándonos cada tanto a contemplarlo y a sacarle fotos de todos los costados. Nos las arreglamos para sentarnos en uno de los lugares lindos (el truco era comerse una sopa, lo más barato del menú).

A la vuelta de Bled nos esperaba Tadej para salir a conocer la noche “Ljubljanense”. Resultó que esta ciudad de cuento, tenía un costado alternativo buenísimo. Fuimos a Metelkova que era una especie de centro cultural que se inició como ocupación de unos galpones que pertenecían al ejército, y hoy está lleno de bares, pinturas y esculturas. Entramos a uno donde la temática de la noche eran canciones revolucionarias serbias. Era como estar adentro de una película de Kusturica. Mucha onda. Nos tomamos unas cervezas y nos dedicamos a mirar caras. Obviamente, estábamos cerca de la casa, por lo que llegamos en un ratito. Teníamos que descansar porque el domingo nos esperaba con todo.

Despatarrados en la cama, no podíamos creer lo que estábamos escuchando. Era temprano y Tadej había cumplido con su promesa: despertarnos con música de Mercedes Sosa. Así que, dimos “gracias a la vida” por no escuchar el despertador por una vez. No sólo el despertar fue realmente placentero (ninguno de los dos es amante de la mañana), sino que se encargó de que tuviéramos un desayuno completísimo. ¿La razón? Íbamos a escalar los Alpes eslovenos. Bueno, escalar, hacer un trekking de montaña hasta la punta de una de las montañas. El día era perfecto y el lugar increíble. Empezamos nuestro ascenso y mientras íbamos avanzando, bajaban corriendo nenes de primaria, viejos y hasta gente con bebés. No habíamos recorrido mucho y Vicky ya se pisaba la lengua. Vulqui y Tadej se miraban desesperanzados. Vicky se apoyaba en sus palitos y rogaba por agua o algo más que una barrita de cereal en las cortas paradas. Finalmente, en contra de todos los pronósticos y a pesar de la desconfianza de Vulqui, los tres llegamos a la cima, y ahí la vista fue simplemente indescriptible. Estábamos justo frente a Triglav, el pico más alto de la zona.

La bajada fue rápida gracias a los resbalones y las ganas de llegar a comer algo. Tadej nos llevó a un restaurant en el medio de la nada, en una casa del 1100 rodeada por montañas, donde servían comida típica buenísima. Ahí recargamos las baterías y nos charlamos todo de la vida. Tadej nos había organizado un día espectacular y hasta el cansancio era placentero.
De vuelta en casa, Branca pasó un ratito a despedirse. Nos tomamos unos mates y preparamos todo para partir hacia Italia bien temprano por la mañana.

Eslovenia nos sorprendió con su naturaleza, sus lugares hermosos, una capital muy especial y un desconocido que nos hizo sentir como en casa.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Había una Buda - Pest

Después de unas horas de cappuccino y comedia romántica en el micro, llegamos a Budapest. Habíamos reservado un hotelito que resultó ser bastante simpático. Afuera estaba lloviznando y nos costó arrancar.

Pocos días antes de salir de viaje habíamos alojado en casa a Félix, un húngaro muy simpático, que había nacido en Budapest y estudiaba en Estados Unidos. Su teoría era que su ciudad era parecida a Buenos Aires y su aporte a nuestro viaje fue señalarnos en el mapa los lugares más representativos haciendo un paralelismo con los barrios porteños. Muy divertido, pero sólo con dar una vuelta la primera noche nos dimos cuenta de que exageraba. Podía existir una “onda” en la decena de cafés que dominaban el centro, o incluso en alguna galería, pero para una ciudad de unos pocos cientos de años competir con una capital imperial eran palabras mayores.

El segundo día el clima era ideal, así que nos tomamos el subte y nos fuimos hasta Buda, la parte medieval de la ciudad que quedaba, para nosotros, del otro lado del Danubio. Ahí fue cuando se nos hizo evidente que ésta eran dos ciudades en una. Por un lado “Buda”, la parte más mística, donde se podía respirar historia, y por el otro Pest, llena de vida actual, aunque no moderna. Si bien el estilo de la ciudad era muy similar al de Viena, en Budapest se sentía una energía especial. Con la misma perfección y monumentalidad, pero con mucha más carga de autenticidad.

Buda era una ciudad amurallada, plantada sobre un monte y a orillas de un río, lo que le daba en el pasado una posición estratégica ante posibles ataques, y en el presente, unas vistas espectaculares sobre el otro lado de la ciudad. Nos encontramos con el infaltable castillo, claro, pero lo que más nos llamaba la atención seguía siendo el dibujo de las dos ciudades que se unían para formar una. Nos detuvimos en cada mirador, tanto en la muralla con torres dignas de Disneyworld, así como en cada banquito que había al alcance. Subimos y bajamos para verla de todas partes y exprimirla hasta el final. Finalmente, para completar la experiencia Magiar, nos premiamos con un goulash en un restaurant típico y un café en un bar tradicional.

Sólo nos quedaba un día en la ciudad y todavía una parte enorme por ver, por lo que tuvimos que resignar parte del plan. Así fue como en la pulseada por el lugar en la agenda, el baño turco le ganó al parque de esculturas de grandes íconos comunistas. Haciendo un poco de Historia, Hungría fue parte del poderoso Imperio Otomano. De este período no sólo quedan varios edificios que le dan personalidad a Budapest, sino también estos lujosos “spa” de antaño, donde los hombres paseaban sus panzas colgando sobre toallas minúsculas (o por lo menos esa es la imagen que habíamos creado gracias a las películas de acción). Hicimos nuestras averiguaciones y resultó ser que no era algo inaccesible, por lo que decidimos que sería nuestro cierre de un día agitado.

Teniendo el relax final en mente, nos recorrimos intensamente Pest. Vimos un castillito del que parecía que se iba a asomar Cenicienta, un baño turco super lujoso, grandes monumentos, el Parlamento con sus puntas góticas, la Catedral, la costanera, los puentes, y por sobretodo las calles de esa ciudad que a cada momento nos gustaba más… uf! Muchas cosas para un solo día. Por suerte, cerraríamos en el paraíso.

De los lugares que había para elegir, habíamos decidido ir por la recomendación de Félix: el Rudas Bath nos esperaba. Y la realidad es que nosotros seguimos esperando el baño turco, porque este lugar resultó ser una pileta olímpica a 26⁰ C y con un sauna del tamaño de una cabina telefónica. Las varias piletas a distintas temperaturas que mencionaba en la descripción debían ser los lavatorios del baño, porque nunca las vimos. Así fue como provistos de dos gorritos de natación alquilados, nos pasamos una hora equilibrando nuestra temperatura entre el sauna y la pileta llena de viejas gordas. La venganza comunista por nuestro gusto burgués.

A pesar de esta desilusión, dejamos Budapest con un arrepentimiento absoluto de haberle dedicado poco más de dos días a una ciudad tan mágica.

Road trip en Eslovaquia

El avión volvió a dejarnos en Praga, pero como ya sabíamos que Milan y Petra no estarían allí, nuestra segunda visita fue corta. Partimos hacia nuestra siguiente parada: Bratislava. En la estación de bus nos esperaba Lukas con una sonrisa, listo para llevarnos a la casa de sus padres en las afueras de la ciudad. Para los fanáticos de las historias asiáticas de Vulqui, él fue su compañero de aventuras en la famosa batalla del pez asesino en “shark island”.

Era una casa hermosa y su familia nos esperaba para cenar, así que compartimos la mesa con sus padres, su hermana y su abuelo, todos super amables, hablamos de política y actualidad en Eslovaquia, comimos rico y, como era víspera del cumpleaños de Vulqui, lo sorprendieron con una torta con velita y todo. Mejor imposible.

Amanecimos temprano y nos esperaba un desayuno con tuti. Teníamos que cargar energía para empezar nuestra recorrida eslovaca. Lukas se había tomado unos de días libres en el trabajo y nos organizó una vuelta completísima en auto por su país. Partimos por la ruta Sur. Nuestro primer destino era Banská Štiavnica, un pueblo en el centro del país donde tuvimos nuestro primer amorío con la cocina eslovaca. Probamos una sopa y una especie de escalope tremendo.

Como estaba bastante fresco, después de comer nos refugiamos en una casa de té tipo oriental, donde probamos un par de variedades (aunque también no tentaba la idea de un mate). Tirados entre almohadones con tecito caliente se nos pasó la hora y cuando nos dimos cuenta sólo faltaban unos minutos para que cerrara la mina, la mayor atracción del lugar. Lukas puso primera y casi nos teletransportamos al lugar. Tuvo que discutir un ratito en la puerta y chapear con que éramos argentinos para que nos hicieran la visitar guiada, pero finalmente un hombre se apiadó de nosotros, nos calzó un mameluco y una linterna, y nos llevó debajo de la tierra. Nos encontramos con una mina de verdad, con carros sobre rieles, perforadoras, dinamita, murciélagos y todos los chiches… esperábamos la pepita de oro de souvenir, pero se ve que se les habían terminado.

Después de buscar un rato, terminamos pasando la noche en un hotelito en las afueras de Kosiče, la ciudad más importante de esa región. Amanecimos allí listos para dar una vueltita por el centro y seguir nuestro road trip. Resultó ser una ciudad chiquita pero linda, con una iglesia muy pintoresca, donde la gente ¡hacía una cola interminable para confesarse!. Una de dos, o eran muy religiosos o se zarpaban de pecadores. Intentamos, pero no entendimos lo que le decían al cura, así que comimos un desayuno rápido y partimos a uno de los highlights del itinerario.
El castilo Spiš era del siglo XII y, a diferencia de lo que habíamos visto en Francia, era más parecido a lo que teníamos en mente: una muralla enorme, una entrada monumental y, por supuesto, la característica torre. Tal vez por el frio, porque era viernes o porque Eslovaquia no es un destino turístico tan popular, resultó que lo recorrimos prácticamente solos. Viajamos un ratito en el tiempo y volvimos para seguir nuestro camino. El nuevo destino eran los High Tatras, las montañas más altas del país.

En el camino, sólo bajamos la velocidad para ver un asentamiento gitano, algo que para ellos era llamativo, y para nosotros se parecía mucho a una villa al costado de la ruta. El recorrido ondulante nos fue internando en el verde y llevando por vistas espectaculares. Sin embargo, la única que no logramos fue las de las montañas más altas. La niebla era tan densa que era difícil ver cualquier cosa que estuviera a más de 10 metros de distancia. No sólo eso, sino que cuando bajamos del auto, también nevaba. Y recién en el inicio del otoño, así que imagínense el frio que hace en invierno. Caminamos hasta la orilla de un lago con la esperanza de que allí hubiese abierto un poco el panorama, pero aún estando al lado no lo veíamos, por lo que tuvimos que conformarnos con las fotos del cartel que mostraba un paisaje primaveral.

Era tarde, pero no habíamos comido desde la mañana, así que almorzamos en el camino. Más comida tradicional sugerida por nuestro anfitrión, claro. El plasky, algo así como un panqueque de papa, es de lo más típico y rico de la cocina eslovaca. Comimos hasta reventar, pero pronto nos dimos cuenta de que en pocas horas nos esperaba una abundante comida casera. Íbamos a pasar la noche en la casa de Andrea, la novia de Lukas, quien nos recibiría ansiosa con un halusky recién hechito (unos ñoquis chiquititos con una salsa parecida a la crema de leche con pedacitos de panceta, léase una bomba atómica). Respiramos profundo juntamos coraje y nos comimos todo, aunque no fue tan difícil porque estaba buenísimo.

Andrea vivía con sus padres, dos profesores de secundaria, con un don celestial para la repostería las bebidas espirituosas. Nos prepararon una bandejita con una variedad de masitas de exhibición, brindamos con un vino de frambuesa de su cosecha y la rematamos con un Slivoviče, la bebida más fuerte que habíamos probado hasta el momento, también de su creación. Engordados como para navidad, caímos redondos en la cama.

Nuestra actividad de la mañana siguiente, fue visitar Čičmani, una villa de invierno muy particular, donde las casas, todas de madera, estaban pintadas con dibujos geométricos muy típicos de la zona, utilizados para atraer la buena suerte y repeler los malos espíritus. Rodeadas de montañas todavía muy verdes y en las cuales se podían identificar las pistas de ski super empinadas, se generaba un ambiente muy especial. Volvimos a la casa para almorzar en familia y la comida volvió a ser algo recalcable. Otra vez estábamos llenos, así que el digestivo sugerido fue un “fernando”, aunque en lugar de coca lo prepararon con tónica. Amargo, pero bueno…

Una siestita obligada y seguimos camino por la ruta Norte sumando a Andrea al road team. El plan era pasar por el castillo de Trenčin, uno de los tantos que tiene Eslovaquia, pero no llegamos a tiempo antes de que cerrara. Caminamos un ratito alrededor y volvimos a lo de los padres de Lukas, ya que saldríamos de copas con sus amigos. Pasamos una noche a pura charla, seguimos hincando el diente y terminamos muertos los cuatro en una matrimonial. No se emocionen, no hubo orgía eslovaca, sólo ronquidos y babeos de almohada. Muy poco sexy.

Nos tomamos nuestro tiempo para arrancar el día, y cuando lo logramos, buscamos a Cristina, la hermana de Lukas, e intentamos visitar otro castillo. Se ve que teníamos “la maldición de Liz”, o simplemente una carencia total de puntualidad, porque volvimos a fallar en nuestro intento. La solución a esta desilusión no fue otra que la comida, así que una vez más nos sentamos a la mesa a degustar otra especialidad autóctona “que no podíamos perdernos”.

Andrea tenía que irse el domingo temprano a un viaje de trabajo, así que entre lagañas nos despedimos de ella. Todavía no habíamos visto nada de Bratislava, por lo que después de un buen almuerzo, nos fuimos los tres a caminar el centro histórico. Nos encontramos con una mini Praga. Aunque dicen que la tercera es la vencida, el castillo de Bratislava estaba en reparación, por lo que tampoco pudimos entrar. Vimos la corona de oro dentro de la Catedral, el “man at work” y otro montón de estatuas de bronce que brotaban de la calle, la increíble iglesia azul, y la Puerta de San Miguel, que nos recordó que estábamos a 11.835 Km de casa. Por suerte, muy bien acompañados.

Nuestro último día en Eslovaquia fue en realidad en Viena. Lukas volvió al trabajo, mientras que nosotros aprovechamos la cercanía de Bratislava con la capital austríaca (con un tren de poco más de una hora estábamos allí). Un día para una ciudad como Viena puede no ser suficiente, pero la recorrimos bastante. El frío y la lluvia de a ratos nos lo complicaba, por lo que nos rebuscamos combinando una serie de tranvías que recorrían los puntos más importantes de la ciudad y elegimos algunos para profundizar. Así fue como nos deslumbramos con los edificios de la Alcaldía y la Iglesia de St. Stephan. Aunque monumental, Viena nos resultó algo fría, y no sólo refiriéndonos al clima. Una maqueta perfecta, pero un poco distante. Sin embargo, tuvo un toque cercano a casa: en un puesto de la calle nos comimos un “sanguche de mila” (lamentamos comunicarles que se llama Schnitzel, y resulta que es un plato que inventaron allí, lejos de Milán, Nápoles o Argentina).

Volvimos a Bratislava para nuestra cena de despedida, con Lukas, Cristina y el abuelo, donde intentamos un guisito no tan gustoso, pero al que le hicieron los honores.

Nos fuimos de Eslovaquia con unos cuantos kilos de más y un poco tristes. Lukas y Andrea nos habían mimado durante casi una semana y los íbamos extrañar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El gran casamiento polaco

Llegamos al aeropuerto de Varsovia y del otro lado de la salida nos esperaba Joanna, una de las chicas polacas que Vulqui conoció en Asia. Nos advirtió que el trayecto a casa iba a llevar bastante por el tránsito. Sin embargo, llegamos antes de lo que pensábamos. En casa nos esperaban Kassia, otra de las amigas de Vulqui que vive en New York, y Maria, que vive en Vietnam (las dos habían viajado para el casamiento). Nos comimos una buena sopa casera que Kassia preparó espacialmente y salimos a dar una vuelta por el centro histórico.

Varsovia fue un punto de resistencia muy grande durante la Segunda Guerra Mundial, donde se generó un levantamiento en el que incluso intervino la población civil. La revuelta duró poco más de dos meses, porque no tuvieron apoyo aliado y esto les costó que la ciudad fuera destruida casi en su totalidad. Después de la guerra, y con el advenimiento de un régimen comunista, la ciudad cambió su arquitectura tradicional por una más propia del “este”, de edificios bloque, grises y toscos. Sin embargo, el centro histórico de Varsovia, fue reconstruido exactamente igual a como era antes. Así es como hoy es parte de la lista de patrimonio de la humanidad de la UNESCO.

Terminamos nuestra vuelta en un bar, donde se nos sumó la otra Joanna (Vulqui también la había conocido en India). Aceptamos su sugerencia y probamos cerveza caliente. El buen amante de la cerveza trata de evitar que se caliente, pero los polacos lo hacen a propósito, de hecho resultó ser como un té dulce, pero con alcohol. Un verdadero sacrilegio cervecero, pero interesante. ¡Hasta se toma con pajita!

Veníamos de bastante movimiento y nos deparaba una gran fiesta, por lo que nos tomamos la estadía en Varsovia con tranquilidad. Arrancamos tarde y caminamos un poco de día lo que habíamos visto de noche. Hicimos una parada en una feria donde aprovechamos para probar los “pierogi” que en la foto se veían como empanadas y lo cual nos trastornaba un poco, ya que como veníamos comprobando, excepto el asado, no tenemos grandes comidas típicas que no sean europeas, y perder la autoría de las empanadas hubiese sido un golpe muy grande. Por suerte, resultaron ser una especie de sorrentino relleno de carne, queso o verdura y salteado en una sartén con poco aceite. Muy ricos, pero lejos de nuestra especialidad autóctona.

Era noche de viernes y sonaba lógico salir. Salimos con las chicas y se sumaron Dencho y Reinier, dos holandeses que habían conocido ellas en Vietnam y que también habían viajado para el casamiento. Después de cenar, hicimos una pequeña pasada por un bar donde tuvimos nuestra primera aproximación al vodka, y terminamos en una especie de casa tomada, donde había una fiesta con Dj y un percusionista. El lugar tenía mucha onda. Varios pisos y todas las paredes pintadas con murales muy buenos. Bailamos hasta la madrugada y nos llamamos al recato. Como ya lo comprobaríamos, no fue muy inteligente de nuestra parte salir el día anterior a un casamiento polaco…

El día del gran casamiento polaco arrancó con tuti. Apenas un desayuno y empezamos a vestirnos. Como se habrán imaginado, en un viaje de 7 meses cargar un traje y un vestido de fiesta no era una opción. Teníamos nuestra alternativa “arreglada”, pero lejos estaba del elegante sport. Vicky tuvo la suerte de tener el mismo talle y gusto (fundamental) que Kassia y terminó con vestido, zapatos de taco y hasta abrigo. Lo de Vulqui era más complicado, pero en el último minuto, apareció un traje completo del tío de Ilona, zapatos del papá de Joanna y corbata de Dencho. Terminamos siendo dos señoritos a tono con la fiesta. Hicimos una breve parada para comprar libros, ya que la joven pareja los prefería en lugar de las tradicionales flores, y partimos….

El casamiento polaco es intenso, abundante y de larga duración, y este era uno muy tradicional. Arrancamos alrededor de las 5 p.m. en un pueblito a unos kilómetros de Varsovia en la casa de Ilona, la novia, por donde la pasó a buscar Piotr, el novio, acompañado de una banda de música típica con acordeón, pandereta y demás. Los seguimos en caravana, o por lo menos eso intentamos, hasta la iglesia enorme y en el medio del campo. Allí se habían casado hacía unos cuantos años los padres de Ilona. La primera diferencia con el casamiento argentino, es que los novios reciben a los invitados afuera de la iglesia y los hacen pasar. Una vez que están todos acomodados, entran juntos, y quienes los esperan en el altar no son sus pares, sino los testigos (generalmente amigos). A pesar de que obviamente fue en polaco, por lo que sólo entendíamos cuando se decían sus nombres, la ceremonia resultó muy emocionante y ellos se veían realmente felices. Distintas canciones sonaron e incluso se escucharon unas trompetas durante sus declaraciones de amor eterno. Terminado este ritual, los novios salieron a saludar en el atrio y volaron arroz, pétalos de rosas y monedas. Ese fue el momento de felicitarlos y entregarles el libro que cada uno había elegido y dedicado. Ahora, ¡a la fiesta!

Tal como ya estábamos acostumbrados, la estructura básica del casamiento era comer, tomar y bailar. Sin embargo, en este, las tres cosas se harían en exceso. A diferencia de las mesas redondas, los invitados estaban distribuidos en tres mesas rectangulares interminables, presididas por la principal donde estaban los novios y sus testigos. Todas estaban llenas de fuentes de comida y botellas de vodka, la única bebida alcohólica del casamiento (por suerte sólo tiene 40% de alcohol). Además de su vaso de gaseosa, cada uno tenía una copita tipo shot, siempre cargada, esperando que alguien levantara la suya a la voz de “¡nasdrovie!”. No se podía rechazar un brindis, ya que era un desprecio, y al terminarlo, la copita debía estar completamente vacía, momento en el cual siempre había un encargado de volver a llenarla. Una pareja de argentinos no era algo que se viera todos los días, por lo que muchos querían acercarse a brindar con los extranjeros. Fuimos educados y levantamos nuestras copas una y otra vez. No caímos en coma alcohólico gracias al secreto que nos había sido revelado por las chicas unas horas antes: para neutralizar el efecto del vodka no hay nada mejor que comer. Y eso hicimos, comimos por nuestras vidas. Cada vez que la copa se vaciaba, teníamos algo para meternos en la boca. La situación estaba bajo control. Por lo menos mientras estábamos sentados, pero claro, había que salir a bailar.

En la pista nos esperaba la banda en vivo y una grupo descontrolado de amigos que no paraba de saltar. Buena forma de bajar la comida. La especialidad eran temas nacionales de los 70’, una onda Palito Ortega polaco. La gente se los sabía todos y a pesar de no entender una palabra, uno no podía parar de moverse. Así como muchos querían brindar con nosotros, también la rompimos en la pista. Vicky tenía dos o tres abonados que se turnaban para robarle bailes. Especialmente uno, que cada vez volvía con mayor frecuencia con una sonrisa y la mano extendida, para llevarla a saltar incansablemente durante uno o dos temas. Finalmente, siempre sonaba el gong, en forma de musiquita pegadiza que decía algo así como “es hora de volver a tomar y comer”, o por lo menos es como la interpretábamos nosotros.

Las horas se fueron sucediendo y nos sorprendimos de nuestra lucha estoica por la supervivencia. Especialmente al ver que a nuestro lado caían pesos pesados en resistencia como son los holandeses. No nos negamos a ningún brindis, nos comimos todo y bailamos cada tema como si fuera el primero, ¡durante 12 horas de fiesta!. Eso si, al final necesitábamos una cama y pies nuevos. El descanso llegó alrededor de las 7 a.m. en lo de Piotr, donde su familia nos había preparado una habitación para nosotros solos. Caímos rendidos casi sin pensar que al día siguiente todo volvía a empezar.

Nos despertamos pasado el mediodía. Ilona y Piotr estaban cual amanecer de navidad abriendo regalos. Las hermanas de Piotr nos prepararon un desayuno completísimo y el hermano nos llevó a recorrer un poco la granja de la familia. Dencho y Reinier resucitaron, y al ratito nos encontramos de nuevo en camino a la versión recargada de la fiesta. El segundo día es una réplica un poco más informal del primer día, y tiene como finalidad mejorar la experiencia anterior. Eso quiere decir, que de nuevo nos esperaban la comida, el vodka y la banda en vivo. Como era domingo, la extensión de esta segunda parte sería menor, sólo unas 6 o 7 horas. Por supuesto, también estaba allí el admirador número uno de Vicky, esperándola como había prometido la noche anterior, con su baile tan particular, y señalándole el anillo a Vulqui como queriendo explicarle que no tenía que preocuparse ya que él estaba casado. Los bailes eran cada vez más repetidos y Vicky ya no sentía los pies, a pesar de haberse sacado los zapatos al principio de la fiesta, así que instrumentamos algunas operaciones de rescate y en una de ellas Vulqui terminó yendo a tomar algo con el muchacho en cuestión. Nadie sabe cómo, pero a la distancia se los veía conversar, cada uno en su idioma, pero siempre muy sonrientes. Ahora era admirador de los dos.

Llegando al final de la segunda jornada, nos invitaron a participar de una tercera, más íntima, para terminar de liquidar comida y vodka. Sólo bastaba con saber que los invitados de ese tercer día eran nuestros compañeros de mesa para entender que sería un nuevo exceso. Reconocimos nuestros límites y ya era demasiado...

Nuestro último día en Varsovia fue de recuperación. Nos levantamos para desayunar con Maria que se iba ese mismo día a la casa de sus padres, e hicimos un breve paso por el museo del levantamiento de Varsovia (uno de los mejores museos de guerra que vimos). Para continuar con la experiencia tradicional polaca, cenamos todos juntos comida típica. Nos despedimos y a la mañana siguiente tomamos el avión que nos llevaba de vuelta a Praga.

Sin dudas, el paso por Polonia fue una de las experiencias más especiales de nuestro viaje.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Empragados

Después de unas cuantas horas de pelis y capuccino en el micro, llegamos a Praga. Otra de las ciudades de las que nos habían hablado mucho, algunos arriesgados hasta le adjudicaron el título de la ciudad más linda del mundo.

La llegada al centro fue muy fácil, ya que Petra, nuestra anfitriona allí, nos había enviado las indicaciones más completas de la historia del couch surfing, incluyendo minutos y giros de 90⁰ y 180⁰. Una genia. Fuimos a conocerla a su oficina, ya que nos había sugerido dejar las mochilas allí e ir juntos a su casa cuando terminara de trabajar. Nos vimos 5 minutos, nos sacamos de encima los bártulos y nos tiró unos tips para recorrer un poco.

La ciudad no es muy grande, por lo que no es difícil encontrar el centro. Si bien República Checa es un miembro de la Union Europea desde hace unos cinco años, todavía no cambió su moneda por el Euro, por lo que se hacía necesario comprar Coronas. Estábamos en eso cuando se nos acercó un gentil caballero en la calle y nos ofreció cambiar a un muy buen precio (nos hizo la cuenta con la calculadora del celu y todo). Nos sorprendimos un poco de encontrarnos un “arbolito” en Praga, y como buenos argentinos desconfiados, miramos el billete de todos los costados. Después de un rato dictaminamos que no era falso y que estábamos haciendo un negoción. Claro, nunca habíamos visto una Corona Checa, ni tampoco hablamos el idioma, como tampoco hablamos húngaro, de donde resultó ser el billete. La cuenta era precisa, el billete era real, pero correspondía a otro país, cuya moneda está un “toque” más devaluada que la checa. Pueden decirlo, somos dos nabos, nos estafaron a lo argento. Lo comprobamos a los pocos minutos, pero por supuesto, el señor desapareció mágicamente. Toda la hora siguiente Vulqui se la pasó corriendo por el centro buscándolo, y Vicky atrás tratando de frenarlo para no se agarre a trompadas.

Se hizo la hora y pasamos a buscar a Petra. Nos fuimos a cenar a un lugar muy cerca donde la comida era excelente. Al ratito se nos sumó Milan, su marido. Entre los dos se lamentaron de nuestra primera experiencia con la ciudad y nosotros de haber sido tan ingenuos. Comimos y bebimos para olvidar y al rato ya nos reíamos de los chistes de Milan al respecto. Charlamos de todo un poco, especialmente de su plan de hacer un viaje de un año por el mundo. Demás está decir que les pusimos varias fichas para que visiten nuestro lado del charco.

Partimos hacia la casa y en el camino pasamos por un bar a buscar a Alex, un alemán que sería huésped junto con nosotros. Milan y Petra, como ya nos habían adelantado, preferían alojar varios couch surfers al mismo tiempo. Ya era tarde y no había podido comer nada, así que nos llevaron a un mega hiper mercado 24 hs. Aprovechamos para hacer nuestras compras, mientras Alex elegía una docena de cervezas. Lo hicimos recapacitar de que la malta no era suficiente alimento y sumó a la compra algún embutido. Además de coleccionar etiquetas de cerveza (claro que primero se las toma), este personaje particular era un técnico espacial o algo por el estilo, por lo que Vulqui se entretuvo charlando de estrellas, galaxias y todo lo que no vemos.

Volviendo a la Tierra, arrancamos nuestro segundo día en Praga despojándonos absolutamente de la experiencia pasada. Cruzamos el río, y nos fuimos a un mirador en los parques del Castillo. Almorzamos con una vista espectacular de la ciudad. Lo especial de Praga es que a diferencia de muchas otras ciudades europeas, no fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que conserva su arquitectura original en toda la ciudad y no sólo en un centro histórico. Es como vivir adentro de un cuento.

Caminamos los parques del castillo y nos fuimos metiendo en el pueblito que lo rodeaba. Visitamos el Museo de juguetes, donde había una exposición por los 50 años de Barbie y muñecos tradicionales de la región, tan buenos que despertaban al niño interior. Volvimos a cruzar con las hordas de turistas, incluyendo muchos argentinos, por el puente Karolo IV, el más famoso de la ciudad. Dimos unas vueltas por el centro y nos volvimos a casa, ya que Milan había cocinado una cena riquísima para los cinco. ¡La pasamos muy bien!

Nuestro último día en Praga, exploramos este lado del río. Caminamos por el barrio judío, espiamos el cementerio y la sinagoga desde afuera, entramos a unas cuantas iglesias y le sacamos varias fotos al reloj astronómico. Turismo intensivo. Después de la recorrida nos encontramos con Petra para tomar algo y después ir al super, ya que éramos los encargados de la cena. Alex ya se había ido, pero vendrían los padres de Petra. Como los dueños de casa habían decidido hacerse vegetarianos hacía unos días, tuvimos que cambiar el menú de cabecera por unas tortillas con ensalada. No sólo la tradicional tortilla de papas, sino que innovamos con una de zanahoria. No lo intenten en sus casas. Así como su hija, los padres resultaros ser muy copados, por lo que después de cenar Vulqui aprovechó para hablar de política checa con el papá, flamante diputado, y Vicky para hablar con la mamá sobre su cultura y las similitudes con la nuestra. Como vivieron muchos años en Estados Unidos, su inglés era mejor que el nuestro y pudimos comunicarnos sin problemas.

Al día siguiente, aprovechamos las horitas antes de despegar y almorzamos con Milan y Petra en una placita del centro. Nos despedimos por un rato nada más, ya que nos fuimos con la promesa de que nos visitarían muy pronto en Buenos Aires.

Al ratito estábamos en un avión a Varsovia, donde estábamos invitados a un casamiento tradicional polaco.