miércoles, 22 de diciembre de 2010

Había una Buda - Pest

Después de unas horas de cappuccino y comedia romántica en el micro, llegamos a Budapest. Habíamos reservado un hotelito que resultó ser bastante simpático. Afuera estaba lloviznando y nos costó arrancar.

Pocos días antes de salir de viaje habíamos alojado en casa a Félix, un húngaro muy simpático, que había nacido en Budapest y estudiaba en Estados Unidos. Su teoría era que su ciudad era parecida a Buenos Aires y su aporte a nuestro viaje fue señalarnos en el mapa los lugares más representativos haciendo un paralelismo con los barrios porteños. Muy divertido, pero sólo con dar una vuelta la primera noche nos dimos cuenta de que exageraba. Podía existir una “onda” en la decena de cafés que dominaban el centro, o incluso en alguna galería, pero para una ciudad de unos pocos cientos de años competir con una capital imperial eran palabras mayores.

El segundo día el clima era ideal, así que nos tomamos el subte y nos fuimos hasta Buda, la parte medieval de la ciudad que quedaba, para nosotros, del otro lado del Danubio. Ahí fue cuando se nos hizo evidente que ésta eran dos ciudades en una. Por un lado “Buda”, la parte más mística, donde se podía respirar historia, y por el otro Pest, llena de vida actual, aunque no moderna. Si bien el estilo de la ciudad era muy similar al de Viena, en Budapest se sentía una energía especial. Con la misma perfección y monumentalidad, pero con mucha más carga de autenticidad.

Buda era una ciudad amurallada, plantada sobre un monte y a orillas de un río, lo que le daba en el pasado una posición estratégica ante posibles ataques, y en el presente, unas vistas espectaculares sobre el otro lado de la ciudad. Nos encontramos con el infaltable castillo, claro, pero lo que más nos llamaba la atención seguía siendo el dibujo de las dos ciudades que se unían para formar una. Nos detuvimos en cada mirador, tanto en la muralla con torres dignas de Disneyworld, así como en cada banquito que había al alcance. Subimos y bajamos para verla de todas partes y exprimirla hasta el final. Finalmente, para completar la experiencia Magiar, nos premiamos con un goulash en un restaurant típico y un café en un bar tradicional.

Sólo nos quedaba un día en la ciudad y todavía una parte enorme por ver, por lo que tuvimos que resignar parte del plan. Así fue como en la pulseada por el lugar en la agenda, el baño turco le ganó al parque de esculturas de grandes íconos comunistas. Haciendo un poco de Historia, Hungría fue parte del poderoso Imperio Otomano. De este período no sólo quedan varios edificios que le dan personalidad a Budapest, sino también estos lujosos “spa” de antaño, donde los hombres paseaban sus panzas colgando sobre toallas minúsculas (o por lo menos esa es la imagen que habíamos creado gracias a las películas de acción). Hicimos nuestras averiguaciones y resultó ser que no era algo inaccesible, por lo que decidimos que sería nuestro cierre de un día agitado.

Teniendo el relax final en mente, nos recorrimos intensamente Pest. Vimos un castillito del que parecía que se iba a asomar Cenicienta, un baño turco super lujoso, grandes monumentos, el Parlamento con sus puntas góticas, la Catedral, la costanera, los puentes, y por sobretodo las calles de esa ciudad que a cada momento nos gustaba más… uf! Muchas cosas para un solo día. Por suerte, cerraríamos en el paraíso.

De los lugares que había para elegir, habíamos decidido ir por la recomendación de Félix: el Rudas Bath nos esperaba. Y la realidad es que nosotros seguimos esperando el baño turco, porque este lugar resultó ser una pileta olímpica a 26⁰ C y con un sauna del tamaño de una cabina telefónica. Las varias piletas a distintas temperaturas que mencionaba en la descripción debían ser los lavatorios del baño, porque nunca las vimos. Así fue como provistos de dos gorritos de natación alquilados, nos pasamos una hora equilibrando nuestra temperatura entre el sauna y la pileta llena de viejas gordas. La venganza comunista por nuestro gusto burgués.

A pesar de esta desilusión, dejamos Budapest con un arrepentimiento absoluto de haberle dedicado poco más de dos días a una ciudad tan mágica.

Road trip en Eslovaquia

El avión volvió a dejarnos en Praga, pero como ya sabíamos que Milan y Petra no estarían allí, nuestra segunda visita fue corta. Partimos hacia nuestra siguiente parada: Bratislava. En la estación de bus nos esperaba Lukas con una sonrisa, listo para llevarnos a la casa de sus padres en las afueras de la ciudad. Para los fanáticos de las historias asiáticas de Vulqui, él fue su compañero de aventuras en la famosa batalla del pez asesino en “shark island”.

Era una casa hermosa y su familia nos esperaba para cenar, así que compartimos la mesa con sus padres, su hermana y su abuelo, todos super amables, hablamos de política y actualidad en Eslovaquia, comimos rico y, como era víspera del cumpleaños de Vulqui, lo sorprendieron con una torta con velita y todo. Mejor imposible.

Amanecimos temprano y nos esperaba un desayuno con tuti. Teníamos que cargar energía para empezar nuestra recorrida eslovaca. Lukas se había tomado unos de días libres en el trabajo y nos organizó una vuelta completísima en auto por su país. Partimos por la ruta Sur. Nuestro primer destino era Banská Štiavnica, un pueblo en el centro del país donde tuvimos nuestro primer amorío con la cocina eslovaca. Probamos una sopa y una especie de escalope tremendo.

Como estaba bastante fresco, después de comer nos refugiamos en una casa de té tipo oriental, donde probamos un par de variedades (aunque también no tentaba la idea de un mate). Tirados entre almohadones con tecito caliente se nos pasó la hora y cuando nos dimos cuenta sólo faltaban unos minutos para que cerrara la mina, la mayor atracción del lugar. Lukas puso primera y casi nos teletransportamos al lugar. Tuvo que discutir un ratito en la puerta y chapear con que éramos argentinos para que nos hicieran la visitar guiada, pero finalmente un hombre se apiadó de nosotros, nos calzó un mameluco y una linterna, y nos llevó debajo de la tierra. Nos encontramos con una mina de verdad, con carros sobre rieles, perforadoras, dinamita, murciélagos y todos los chiches… esperábamos la pepita de oro de souvenir, pero se ve que se les habían terminado.

Después de buscar un rato, terminamos pasando la noche en un hotelito en las afueras de Kosiče, la ciudad más importante de esa región. Amanecimos allí listos para dar una vueltita por el centro y seguir nuestro road trip. Resultó ser una ciudad chiquita pero linda, con una iglesia muy pintoresca, donde la gente ¡hacía una cola interminable para confesarse!. Una de dos, o eran muy religiosos o se zarpaban de pecadores. Intentamos, pero no entendimos lo que le decían al cura, así que comimos un desayuno rápido y partimos a uno de los highlights del itinerario.
El castilo Spiš era del siglo XII y, a diferencia de lo que habíamos visto en Francia, era más parecido a lo que teníamos en mente: una muralla enorme, una entrada monumental y, por supuesto, la característica torre. Tal vez por el frio, porque era viernes o porque Eslovaquia no es un destino turístico tan popular, resultó que lo recorrimos prácticamente solos. Viajamos un ratito en el tiempo y volvimos para seguir nuestro camino. El nuevo destino eran los High Tatras, las montañas más altas del país.

En el camino, sólo bajamos la velocidad para ver un asentamiento gitano, algo que para ellos era llamativo, y para nosotros se parecía mucho a una villa al costado de la ruta. El recorrido ondulante nos fue internando en el verde y llevando por vistas espectaculares. Sin embargo, la única que no logramos fue las de las montañas más altas. La niebla era tan densa que era difícil ver cualquier cosa que estuviera a más de 10 metros de distancia. No sólo eso, sino que cuando bajamos del auto, también nevaba. Y recién en el inicio del otoño, así que imagínense el frio que hace en invierno. Caminamos hasta la orilla de un lago con la esperanza de que allí hubiese abierto un poco el panorama, pero aún estando al lado no lo veíamos, por lo que tuvimos que conformarnos con las fotos del cartel que mostraba un paisaje primaveral.

Era tarde, pero no habíamos comido desde la mañana, así que almorzamos en el camino. Más comida tradicional sugerida por nuestro anfitrión, claro. El plasky, algo así como un panqueque de papa, es de lo más típico y rico de la cocina eslovaca. Comimos hasta reventar, pero pronto nos dimos cuenta de que en pocas horas nos esperaba una abundante comida casera. Íbamos a pasar la noche en la casa de Andrea, la novia de Lukas, quien nos recibiría ansiosa con un halusky recién hechito (unos ñoquis chiquititos con una salsa parecida a la crema de leche con pedacitos de panceta, léase una bomba atómica). Respiramos profundo juntamos coraje y nos comimos todo, aunque no fue tan difícil porque estaba buenísimo.

Andrea vivía con sus padres, dos profesores de secundaria, con un don celestial para la repostería las bebidas espirituosas. Nos prepararon una bandejita con una variedad de masitas de exhibición, brindamos con un vino de frambuesa de su cosecha y la rematamos con un Slivoviče, la bebida más fuerte que habíamos probado hasta el momento, también de su creación. Engordados como para navidad, caímos redondos en la cama.

Nuestra actividad de la mañana siguiente, fue visitar Čičmani, una villa de invierno muy particular, donde las casas, todas de madera, estaban pintadas con dibujos geométricos muy típicos de la zona, utilizados para atraer la buena suerte y repeler los malos espíritus. Rodeadas de montañas todavía muy verdes y en las cuales se podían identificar las pistas de ski super empinadas, se generaba un ambiente muy especial. Volvimos a la casa para almorzar en familia y la comida volvió a ser algo recalcable. Otra vez estábamos llenos, así que el digestivo sugerido fue un “fernando”, aunque en lugar de coca lo prepararon con tónica. Amargo, pero bueno…

Una siestita obligada y seguimos camino por la ruta Norte sumando a Andrea al road team. El plan era pasar por el castillo de Trenčin, uno de los tantos que tiene Eslovaquia, pero no llegamos a tiempo antes de que cerrara. Caminamos un ratito alrededor y volvimos a lo de los padres de Lukas, ya que saldríamos de copas con sus amigos. Pasamos una noche a pura charla, seguimos hincando el diente y terminamos muertos los cuatro en una matrimonial. No se emocionen, no hubo orgía eslovaca, sólo ronquidos y babeos de almohada. Muy poco sexy.

Nos tomamos nuestro tiempo para arrancar el día, y cuando lo logramos, buscamos a Cristina, la hermana de Lukas, e intentamos visitar otro castillo. Se ve que teníamos “la maldición de Liz”, o simplemente una carencia total de puntualidad, porque volvimos a fallar en nuestro intento. La solución a esta desilusión no fue otra que la comida, así que una vez más nos sentamos a la mesa a degustar otra especialidad autóctona “que no podíamos perdernos”.

Andrea tenía que irse el domingo temprano a un viaje de trabajo, así que entre lagañas nos despedimos de ella. Todavía no habíamos visto nada de Bratislava, por lo que después de un buen almuerzo, nos fuimos los tres a caminar el centro histórico. Nos encontramos con una mini Praga. Aunque dicen que la tercera es la vencida, el castillo de Bratislava estaba en reparación, por lo que tampoco pudimos entrar. Vimos la corona de oro dentro de la Catedral, el “man at work” y otro montón de estatuas de bronce que brotaban de la calle, la increíble iglesia azul, y la Puerta de San Miguel, que nos recordó que estábamos a 11.835 Km de casa. Por suerte, muy bien acompañados.

Nuestro último día en Eslovaquia fue en realidad en Viena. Lukas volvió al trabajo, mientras que nosotros aprovechamos la cercanía de Bratislava con la capital austríaca (con un tren de poco más de una hora estábamos allí). Un día para una ciudad como Viena puede no ser suficiente, pero la recorrimos bastante. El frío y la lluvia de a ratos nos lo complicaba, por lo que nos rebuscamos combinando una serie de tranvías que recorrían los puntos más importantes de la ciudad y elegimos algunos para profundizar. Así fue como nos deslumbramos con los edificios de la Alcaldía y la Iglesia de St. Stephan. Aunque monumental, Viena nos resultó algo fría, y no sólo refiriéndonos al clima. Una maqueta perfecta, pero un poco distante. Sin embargo, tuvo un toque cercano a casa: en un puesto de la calle nos comimos un “sanguche de mila” (lamentamos comunicarles que se llama Schnitzel, y resulta que es un plato que inventaron allí, lejos de Milán, Nápoles o Argentina).

Volvimos a Bratislava para nuestra cena de despedida, con Lukas, Cristina y el abuelo, donde intentamos un guisito no tan gustoso, pero al que le hicieron los honores.

Nos fuimos de Eslovaquia con unos cuantos kilos de más y un poco tristes. Lukas y Andrea nos habían mimado durante casi una semana y los íbamos extrañar.