sábado, 23 de octubre de 2010

Embarcados en Normandia

Nos costó dejar París, no sólo porque la habíamos pasado muy bien ahí, sino porque Nico había dejado el auto en las afueras y tuvimos que tomarnos un metro y un tren para llegar. El estacionamiento en París es demasiado caro.

Metimos todas nuestras cosas en el baúl y arrancamos. El destino era la casa de Nico en Normandía, en las afueras del pueblo Sainte Marie d’Eglise y muy cerca de la playa, a unas cuatro horas de París. Sin embargo, como buen organizador, Nico nos había preparado otras visitas en la ruta. Sugirió varios destinos, entre los cuales figuraban un castillo medieval, un pueblo típico y las playas del Día D. Aceptamos todos, por supuesto.
Equipados con fiambres y la infaltable baguette, paramos en el camino sólo a comprar la típica sidra de la región. Decidimos almorzar en el castillo. La lluvia nos sorprendió justo cuando estábamos llegando, pero encontramos una carpita en el jardín que nos albergó, y nos bajamos los fiambres, los quesos y la sidra en un ratito nomás. Después de una breve sobremesa, comenzamos la recorrida.

Lamentablemente debemos decir que el castillo medieval no fue de nuestras visitas favoritas. Quedaba poco de la estructura original, y nosotros estábamos esperando la muralla, el foso y el puente de los dibujitos. El edificio mejor conservado era la granja, pero lo habían ocupado con una muestra sobre la familia dueña del terreno, que se dedicaba a excavaciones petroleras o algo por el estilo. Muy extraño.

Sin dudarlo, decidimos continuar nuestro camino. La siguiente parada era Bayeux, una ciudad normanda con especialidad en tapices y que conserva la arquitectura típica de la región (adobe + madera), ya que zafó del bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Chiquita, pero muy pintoresca. Apenas llegamos nos encontramos con una iglesia muy similar a Notre Dame, pero más gótica. Nos caminamos las callecitas del centro histórico, el interior de la catedral y en un ratito agotamos Bayeux.

Muy cerca de allí comenzaban las playas de Normandía. Como se imaginarán, el interés en esas playas no era geográfico sino histórico. En sí, el mar y la arena no son especialmente lindos, pero si uno se imagina miles de soldados desembarcando en la Segunda Guerra Mundial, se vuelve bastante interesante. De repente, estábamos ante Omaha Beach, adonde llegaron los escuadrones americanos. Todavía se podían ver bloques de hormigón enormes que habían tirado para cortar las olas.

Como en el Sur de Argentina, en Normandía hay una diferencia muy grande entre mareas, por lo que cuando hay marea baja se puede disfrutar de metros y metros de playa. Daba ternura ver a los veleros en el muelle, reposando sobre la arena y esperando a que el mar vuelva a crecer para salir a navegar.

Metidos en el tema bélico y habiendo pisado el mismo suelo donde se desarrolló una de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial, nos fuimos a ver el resultado: un cementerio estadounidense con miles de caídos en el Día D. Es curioso que el territorio en el que está, justo sobre la playa, fue cedido en perpetuidad por el Gobierno francés a los Estados Unidos. Lamentablemente para la riqueza del relato, arribamos a este lugar 15 minutos después del cierre. Por suerte habíamos visto “Rescatando al soldado Ryan”. Algún día volveremos a completar este capítulo fundamental en nuestro tour funerario.

Seguimos camino a casa. Nos esperaba la mamá de Nico. Llegamos y enseguida se nos pasó el desencanto. La casa estaba en el medio del campo y la única propiedad alrededor era un castillo, justo enfrente (en su estadía en Buenos Aires lo había mencionado, pero no pensamos que era tan literal). De hecho, su casa fue hecha en lo que eran las caballerizas del castillo. Una casa enorme que funcionó muy bien como hogar de 9 hermanos. Conocimos a Marité, la heroína de la historia.

Comimos los cuatro y charlamos de nuestro tema del momento, o sea la guerra. Marité era muy chiquita cuando tuvo que dejar su casa con sus padres porque todo el pueblo había sido destruido en los bombardeos. Improvisando un poco con el francés y mediando con el inglés, pudimos entendernos bastante.

A la mañana siguiente amanecimos con un desayuno campestre con dulce casero y todo. Juntamos energía ya que el plan de la mañana era, paradójicamente, embarcarnos en la playa del desembarco. Fuimos a navegar en velerito frente a Utah beach, otra de las playas con Historia. Paseamos por un ratito, disfrutando de la marea alta y del solcito, y aprovechando para pelar la malla por primera vez en el “verano”. Vimos toda la costa desde el agua y hasta nos cruzamos con el inmenso barco que hundieron los yanquis, también como corta olas. Una experiencia increíble.

Volvimos a casa para almorzar. Los principales ingredientes de la comida habían salido de la huerta del jardín. Un lujo. Nos relajamos un rato afuera, pero como también había que proveer la cena, nos fuimos a la playa. La marea había bajado notoriamente dejando al descubierto un criadero de ostras. Estos bichitos se “cultivan” en unos sacos metálicos, que quedan completamente cubiertos por el mar la mayor parte del tiempo y que, periódicamente, se limpian de algas y demás adherencias. Esto lo aprendimos gracias a un pescador que amablemente se ofreció a explicarnos el proceso. No eran las ostras lo que nos importaba, sino los mejillones que se concentraban en las patas de las estructuras del criadero. Sacamos unos cuantos kilos y, después de limpiarlos, nos lo comimos con una salsita de vino blanco. Todo muy natural.

Nico ya nos había contado que por el cumpleaños 70 de su mamá, con los hermanos le habían regalado un viaje con estadía en un monasterio en el Sur de Francia y el encargado de llevarla era él. Casualmente, el primer día de viaje pasarían por Mont Saint Michel, uno de los lugares pendientes en nuestra lista. Así que a la mañana siguiente estábamos metidos los 4 en un 206 con equipaje y todo.

El camino al monte tuvo varias paradas en los miradores. Desde allí, las mejores vistas de ese peñasco increíble con una abadía del siglo X con su respectivo pueblo y muralla alrededor. La particularidad de este lugar, es que en los momentos de marea alta, queda absolutamente aislado, accesible únicamente en barco, pero cuando la marea baja queda como un oasis en el medio de la arena. Gracias a esto, fue impenetrable para los ingleses durante la Guerra de los Cien años, convirtiéndose en un ícono de resistencia francés.

En una de las vistas aprovechamos para almorzar y nos hicimos un picnic a lo francés, con una buena baguette llena de cosas. Marité había estado en todos los detalles y nos malcrió hasta con un postre.

Finalmente llegamos al monte. Fuimos subiendo por adentro del pueblo y entramos a la abadía. La distribución subía y bajaba siguiendo la forma de la roca. Se notaban sus 11 siglos de historia y cómo había ido cambiando en ese tiempo. Sin embargo, lo más impresionante seguía siendo su ubicación. La vista desde la terraza era increíble. No había nada alrededor.

Fuimos bajando para irnos, cuando Vulqui gritó “no lo puedo creer boluda!”. En el Mont Saint Michel en Francia, se encontró con Liz, su amiga belga que había conocido en Nepal y se estaba yendo a vivir a España (la misma que nos recomendó Ghent). Semejante ensalada geográfica lo mareó tanto que empezó a hablarle en español, pasó al francés y terminó en inglés afrancesado. Por suerte, se entendieron. No habíamos podido cruzarla en su ciudad pero tuvimos revancha. Igual, la veremos más adelante en España.

Nico y Marité nos llevaron hasta la ciudad más cercana, para encontrarnos con Olivier, a quien habíamos contactado por internet para compartir el viaje a Brest, nuestro siguiente destino. Nos despedimos de nuestros compañeros de escapada con un lindo abrazo al costado de la ruta y nos subimos al otro auto.

Olivier recordaba un poquito de español de su época de estudiante, así que con nuestro francés, tuvimos una charla bastante entretenida. Nos dejó afuera del aeropuerto de Brest, donde a los pocos minutos aparecieron Jose y Max para transportarnos a su búnker en el medio de un lugar espectacular.

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