miércoles, 9 de febrero de 2011

Bajo el cielo de Toscana

El tren nos dejó en una estación secundaria de Florencia y un señor muy amable nos ayudó a tomar otro hasta la central. De ahí, unos pocos minutos de caminata y estábamos en el hotel. Era un antiguo convento, bastante bien ubicado. Lloviznaba, así que decidimos comer algo rápido y hacer una siesta reparadora antes de salir a recorrer.

El día gris no beneficiaba mucho la vista de la ciudad, y nuestra primera impresión no fue buena. Parados del otro lado del Puente Vecchio, caminando hacia el centro, los edificios nos se veían especiales. El puente en sí no tenía gran encanto. Muchas gente, bastante mugre. Nuestras expectativas eran muy altas y dada su fama esperábamos que Florencia fuera la más linda de Italia. Grave error evaluarla estéticamente, despojándola de su importancia histórica. La ciudad cuna del Renacimiento, origen de figuras tales como Leonardo, Migue Ángel, los Medici, Machiavello… Sólo caminar por el mismo suelo que ellos, alcanza para darle a la ciudad una magia y una belleza superior a muchas otras.

Pero no habíamos visto nada todavía… después de caminar unas pocas cuadras, frente a nosotros, se abrió una plaza y en su centro, se levantaban dos de los edificios más increíbles que habíamos visto hasta el momento: la Catedral de Santa Maria del Fiore y el Batisterio. Trabajados hasta el último detalle en mármol blanco, rosa y verde, parecían plantados allí por un extraterrestre. La Catedral no tenía desperdicio ni por dentro ni por fuera. Los pisos, también en mármol, formando flores geométricas que hacen honor a su nombre, y la fachada coronada por el alto campanil y la magnífica cúpula color ladrillo que le llevó la vida a Brunelleschi (y más también). Y la Puerta del Paraíso en el Batisterio! Un obra de arte en sí misma. Imposible no mencionar también la torre y las esculturas frente al Palacio Vecchio, donde tuvimos el primer encuentro con el David, que aunque fuera una réplica, se plantaba con la misma presencia del original.
Antes de cenar, una pasada por la Galería de la Academia para ver al David real y por la Basílica de Santa Croce para terminar de mostrarnos lo equivocados que estábamos sobre la ciudad. Un aperitivo completo para cerrar el día, y nos fuimos a dormir con una impresión completamente distinta de Florencia.

Con otra energía arrancamos nuestro segundo día. Aprovechamos el buen sol e hicimos la subida al campanil de la Catedral. Desde allí la vista ara impecable. Una seguidilla de techos te tejas y cúpulas con mucha historia, especialmente la de la misma Catedral. Desde allí, la ciudad se veía realmente hermosa. Nos quedamos un rato largo disfrutando de la vista aérea, antes de volver a bajar los más de 400 escalones que nos separaban del suelo.

Y finalmente llegó el turno de la visita obligada a la Galería de Uffizi, residencia de la colección de los Medici, y que cuenta con obras como el Nacimiento de la Venus y la Primavera de Botticelli, la Virgen con el niño de Donatello, y otros millones de dólares más colgando de las paredes. Eso sí, dos o tres horas de espera para entrar, no sólo porque está lleno de gente, sino porque la cola avanza a paso de tortuga. A no ser que uno haya sido lo suficientemente precavido como para reservar la entrada con anticipación y entrar por la puerta rápida. No fue nuestro caso.

A la mañana siguiente volvimos a subirnos al tren y dejamos Florencia para conocer Siena. No fue buena idea caminar desde la estación hasta el hotel, especialmente porque las indicaciones que teníamos para llegar no eran nada claras, y porque llevábamos 20 kgs cada uno en la espalda. Siena es una ciudad amurallada, rodeada de barrancas verdes llenas de viñedos. Desgraciadamente no encontramos una puerta que nos permita atravesarla y cortar camino, por lo que terminamos rodeándola en subidas y bajadas, pidiendo direcciones para llegar a una calle que nadie parecía conocer.

Después de perder más de 3 horas de nuestro único día en la ciudad buscando el Hotel, dejamos las cosas y salimos disparados a conocerla (del lado de adentro, el de afuera lo teníamos bastante presente). La suerte no estaba de nuestro lado, y la recorrida se iba interrumpiendo con chaparrones. Buscamos refugio bajo juna parra y algunas arcadas, y cuando paraba un poco aprovechábamos para seguir. Anduvimos todo el día. Una ciudad medieval, con calles angostas y serpenteantes, fachadas de piedra e incontables esculturas de la loba amamantando Rómulo y Remo.

Históricamente adversarias, existen ciertas similitudes con Florencia. Especialmente el estilo de su Catedral y de otros edificios importantes. Nos sorprendimos especialmente con la particular Piazza del Campo, una especie de embudo en el que convergen las principales calles y que es hasta el día de hoy el punto de reunión más evidente de la ciudad. Su magnitud se multiplica en comparación con lo angosto de la mayoría de los pasajes.

Siena nos transportaba en el tiempo y las horas se nos iban pasando. El sol se iba y la panza ya nos pedía que le tiráramos algo. Nuestra visita estaba signada por la caminata y la cena no iba a darnos tregua. Era domingo y la mayoría de los restaurantes estaban cerrados, exceptuando por supuesto los más caros, lejos de nuestro presupuesto. Decidimos cruzar las murallas hacia el exterior en busca de algo más “local”, pero la oferta no era mucha. Fue entonces cuando vimos la “M” salvadora. Peregrinamos hacia la hamburguesa con queso. Los carteles nos marcaban el camino correcto, pero no divisábamos nuestra Meca. Debemos haber estado caminando durante más de una hora, hasta que ya no tuvimos más fuerza para seguir y sucumbimos ante la tentación, cenando en un restaurant.

Hicimos los arreglos para dejar Siena al mediodía en lugar de la mañana, lo cual nos daría más tiempo para poder recorrerla mejor. El clima nos dio otra oportunidad y le metimos pata. Dimos vueltas por todos los recovecos, nos sentamos a admirar el paisaje despejado y volvimos a pasar por los lugares que más nos habían llamado la atención. Ya era lunes y la ciudad tenía otra vida. Los universitarios se mezclaban con los turistas, las vespas competían con los colectivos… y nosotros disfrutábamos de esa revancha.

A pesar de haber sido breve y un poco accidentada, nuestra visita a Siena valió la pena. Conocimos una pequeña ciudad medieval, hermosa y con un entorno increíble. Ahora nos esperaba la Sra. Roma.

jueves, 3 de febrero de 2011

Relax a la bolognesa

Teníamos un solo día para recorrer Venecia, por lo que salimos a las 5 a.m. de Ljubljana. El apuro radicaba en que queríamos llegar a Bologna, nuestro siguiente destino, para ver a Alicja antes de que se fuera a Polonia. Para aclarar un poco el panorama, Alicja es amiga de “las polacas” (ella también lo es) y Pietro es su novio (italiano él). Tienen su compañía de teatro en Bologna (él Director, ella actriz) y nos habían visitado en Buenos Aires unos días antes de nuestra partida, por lo que queríamos volver a estar los cuatro juntos. Dicho esto, empezamos la maratón.

El micro nos dejó en Mestre, a unos kilómetros de Venecia y nos tomamos el tren correspondiente. Además de estar formada por más de 100 islas, Venecia es una en sí misma, por lo que después de un rato de andar las vías quedaron rodeadas de agua y el tren suspendido en el mar. Un pie afuera de la estación y estábamos frente al Gran Canal.

Orientarse en Venecia no es tarea sencilla y es probable encontrarse sin salida, al borde de un canal. Sin embargo, la mejor manera para recorrer la ciudad es perderse, porque así uno encuentra los lugares más especiales. Caminamos en zigzag por las callecitas angostas, cruzando puentes, buscando un rumbo. Cargamos energías con un canolli rebosante de crema pastelera (el cual añoraríamos a lo largo de toda nuestra estancia en Italia), y seguimos viaje. Infinitos canales se iban sucediendo a nuestro paso. Abajo, el mar de un verde increíble. En el camino, ropa colgando de las ventanas, miles de góndolas, máscaras, artistas y, por supuesto, turistas, muchos turistas.

El paseo en góndola estaba lejos del presupuesto, por lo que tuvimos que conformarnos con tomar algún traghetto (una lancha colectivo, pero a remo) para cruzar de una orilla a otra; pero algún gusto teníamos que darnos, así que nos sentamos en una de las trattorias a comer una buena pizza italiana (no tan buena, debemos decir).

De alguna manera nos la habíamos ingeniado para estar bastante solos (todo lo que puede esperar en una ciudad que recibe 20 millones de turistas al año), pero cuando encaramos para cruzar el famoso Puente de Rialto entendimos que sostener esa soledad era demasiada pretensión. Nos resignamos a hacer el típico recorrido. Al ver la Piazza San Marco inundada y sin palomas, la Basílica en reparación y el Puente de los Suspiros casi completamente tapado, la postal típica se vio un poco modificada. Sin embargo, la magnitud de ese lugar y su belleza no habían sido opacados, y sentíamos que podíamos pasar horas sentados a orillas del Gran Canal sólo mirando. Cruzar hasta la Punta de la Dogana fue una buena idea. Nos lo habían recomendado en Eslovenia y resultó ser un oasis de tranquilidad, donde sentarnos solos a tomar un café y disfrutar de la magia de la ciudad no resultó una utopía.

Nuestro intenso día en Venecia fue llegando a su fin. Disfrutamos de la caminata de vuelta a la estación y nos fuimos sabiendo que algún día tendríamos que volver.

Tomamos el tren y el colectivo siguiendo las indicaciones de Alicjia, y estábamos en Bologna para la cena. Nos recibieron con la calidez que recordábamos y compartimos una cena buenísima junto con otra pareja de amigos de ellos, y nos pusimos un poco al día sobre su experiencia en Bolivia, donde dieron talleres de teatro en una cárcel de menores.

La mañana siguiente, la última con Ali, nos hicieron un rápido citytour. Bologna es una ciudad con una fisonomía muy particular. Además de sus fachadas de ladrillo, sus calles están completamente cubiertas por galerías y arcadas, que protegen a los transeúntes de cualquier desavenencia climática y le dan un sello único. Además, es un centro cultural y universitario en la región, por lo que la energía que se respira es interesante. Nuestro recorrido incluyó, por supuesto, una pasada por las emblemáticas torres de la ciudad, el barrio universitario, la Piazza Maggiore con su erótica fuente de Neptuno, y algunas recomendaciones de a dónde ir para comer o salir, lo bueno de pasear por una ciudad con un lugareño al lado. Fue en ese momento, cuando nos abrieron los ojos al mundo del aperitivo.

Que los italianos saben comer no es ningún secreto, pero esto ya era el súmmum. El concepto de aperitivo es algo parecido a la picada argentina o a las tapas españolas: algo de comer para acompañar la bebida en el bar, por la tarde, después del trabajo. Sin embargo, en Italia, el tentempié tiene otra dimensión, y puede incluir desde ensaladas varias, hasta pasta, pollo, y un sinfín de delicias, todo tipo buffet, o sea self-service y hasta reventar. Ah! Y lo único que se paga es la bebida que se toma, al mismo precio de siempre. A partir de ese momento, la identificación de buenos aperitivos fue una de nuestras primeras actividades al llegar a una ciudad en Italia.

La recorrida, aunque corta, fue reveladora, y nos despedimos de Ali en una esquina del centro. Realmente un placer haber vuelto a verla aunque fuera por un ratito. Pietro quedó entonces como nuestro anfitrión designado en lo que restaba de nuestra estadía.

Nuestros días en Bologna fueron de relax. Una ciudad chica en la que no hace falta saltar de un monumento a otro, y uno se puede dedicar más a vivirla que a visitarla. Volvimos a dormir hasta tarde, a sentarnos a leer el diario, a ver televisión antes de ir a la cama. Compartimos charlas muy interesantes con Pietro, que incluso nos llevó una noche al centro de refugiados donde da clases de teatro, y terminamos cenando con Laura, una chica de Camerún que había escapado de su país después de que gran parte de su familia fuera asesinada en una persecución política del Gobierno.

Esa noche Pietro nos propuso acompañarlo a Milán al día siguiente, ya que él tenía un almuerzo de negocios e iba a ir y volver en auto. No lo dudamos y agregamos una ciudad fuera del itinerario. Recordamos entonces que ahí vivía Gaetano, un familiar lejano de Vulqui que nos había contactado anteriormente para que fuéramos a visitarlo. Así fue como después de unas horas estábamos en nuestro punto de encuentro frente a la estación central de Milán. Gaetano nos recibió con una sonrisa y un gran abrazo, y almorzamos entre historias familiares y recuerdos lejanos, mezclando el italiano y el español. Nos contó de la familia que había formado y también nos puso en contacto con Cossimo, su tío y primo del abuelo de Vulqui, quien todavía vivía en Calopezzatti (el lugar de origen de los Vulcano), y entre los dos nos terminaron de convencer que debíamos dedicar unos días a conocer ese pueblito de la Calabria… pero eso vendría más adelante.

Dejamos que Gaetano volviera a su trabajo, y lo comprometimos a venir a visitarnos algún día. En el ratito que nos quedaba antes de volver a encontrarnos con Pietro, nos pusimos el gorro de turistas y nos fuimos al centro. Frente a la salida del metro se levantaba monumental la gótica Catedral de Milán, y a su izquierda la famosa y exclusiva galería Vittorio Emanuele. El poco tiempo que teníamos fue suficiente para deleitarnos con el ensayo de la sinfónica de Milán que tenía función esa misma noche en el Duomo. Nada mal…

Nuestra última noche en Bologna nos encontró compartiendo con Pietro un cous-cous en una feria alternativa marroquí. Agradecidos por su hospitalidad, nos despedimos deseando volver a recibirlos pronto en casa.
Próxima parada: Florencia.

martes, 11 de enero de 2011

Naturalmente Eslovenia

Después de un viaje bastante incómodo, llegamos a Ljubljana (todavía nos cuesta pronunciarlo) una hora antes de los previsto (4:30 a.m en lugar de 5:30 a.m.), menos tiempo de micro, pero demasiado temprano para caer en una casa. La madrugada estaba helada, por lo que nos refugiamos en un bar a hacer un poco de tiempo. Envueltos en una manta, nos tomamos un par de cafés y esperamos que se hiciera una hora razonable, o por lo menos que se asomara el sol.

Tardamos 5 minutos en llegar a la casa de Tadej, nuestro anfitrión en Eslovenia. Dormía, por supuesto, pero se levantó a recibirnos y compartir un rico desayuno, dándonos la primera muestra de toda su buena onda. Habíamos llegado a él a través de Branca, una chica eslovena que Vulqui conoció en Asia. Compartimos una charla antes de que se fuera a trabajar y morimos en la cama apenas cruzó la puerta.

Después de unas horitas de sueño profundo, salimos a conocer Ljubljana. En el formulario básico para ser una ciudad de cuento, cumplía con todos los requisitos: castillo en la montaña, rio que atraviesa la ciudad, callecitas angostas y hasta dragones custodiando un puente. Todo esto en una superficie diminuta y con menos de 300.000 habitantes. De hecho, el chiste entre los locales es que la máxima distancia entre dos personas que están dentro de la ciudad no puede superar los 15 minutos. Lo comprobamos cuando en poco más de una hora la recorrimos toda. Realmente era perfecta y con una vida interesante. En algunos sectores (decir barrio sería una exageración), había toques modernos que se combinaban muy bien con lo histórico. Como una mini Praga reloaded.

Agotados por la caminata y buscando escapar del ruido y locura de esta ciudad (guiño, guiño), encontramos refugio en el parque Tívoli que, para contribuir a la sensación de estar en una fábula, resultó ser un bosque con ardillas y honguitos perfectos a los que sólo les faltaba que les saliera un pitufo de adentro. Ahí, a 5 minutos de caminata desde el centro, tuvimos nuestro primer contacto con la naturaleza y entendimos que ese vínculo era algo muy importante para los eslovenos.

Ya hacia el fin de la tardecita, nos juntamos con Branca a tomar un café a la orilla del río, mientras iba cayendo el sol y se sentía más el frío. Caminamos juntos para volver a ver la ciudad, pero esta vez de noche. Branca nos fue contando algunos secretitos y mostrando algunos rincones ocultos. Todo en un ratito nomás. Esa primera noche cocinamos entre todos en la casa de Tadej . Comimos, charlamos, nos reímos… la pasamos muy bien.
A la mañana siguiente, seguimos las recomendaciones de los chicos y pasamos por el mercado local de frutas, verduras, artesanías y demás. Como nos lo habían adelantado, toda la ciudad estaba ahí. Hicimos una recorrida rápida para llegar a tiempo a nuestro micro con rumbo a Bled, uno de los destinos más populares de Eslovenia.

El viaje fue entre montañas y lugares super verdes. Al llegar, caminamos calle abajo y descubrimos el lago, igualito a la foto de nuestro folleto turístico. Azul, en el centro una isla con una abadía y elevado sobre la orilla, el infaltable castillo. Ah! Y las montañas de fondo dándole un marco soñado. El único problema era que estaba bastante concurrido por el turismo y que si uno no quiería gastar una fortuna en cruzar el lago con un barquito o sentarse en uno de los lujosos restaurantes, no había mucho para hacer en Bled. Dimos la vuelta al lago, sentándonos cada tanto a contemplarlo y a sacarle fotos de todos los costados. Nos las arreglamos para sentarnos en uno de los lugares lindos (el truco era comerse una sopa, lo más barato del menú).

A la vuelta de Bled nos esperaba Tadej para salir a conocer la noche “Ljubljanense”. Resultó que esta ciudad de cuento, tenía un costado alternativo buenísimo. Fuimos a Metelkova que era una especie de centro cultural que se inició como ocupación de unos galpones que pertenecían al ejército, y hoy está lleno de bares, pinturas y esculturas. Entramos a uno donde la temática de la noche eran canciones revolucionarias serbias. Era como estar adentro de una película de Kusturica. Mucha onda. Nos tomamos unas cervezas y nos dedicamos a mirar caras. Obviamente, estábamos cerca de la casa, por lo que llegamos en un ratito. Teníamos que descansar porque el domingo nos esperaba con todo.

Despatarrados en la cama, no podíamos creer lo que estábamos escuchando. Era temprano y Tadej había cumplido con su promesa: despertarnos con música de Mercedes Sosa. Así que, dimos “gracias a la vida” por no escuchar el despertador por una vez. No sólo el despertar fue realmente placentero (ninguno de los dos es amante de la mañana), sino que se encargó de que tuviéramos un desayuno completísimo. ¿La razón? Íbamos a escalar los Alpes eslovenos. Bueno, escalar, hacer un trekking de montaña hasta la punta de una de las montañas. El día era perfecto y el lugar increíble. Empezamos nuestro ascenso y mientras íbamos avanzando, bajaban corriendo nenes de primaria, viejos y hasta gente con bebés. No habíamos recorrido mucho y Vicky ya se pisaba la lengua. Vulqui y Tadej se miraban desesperanzados. Vicky se apoyaba en sus palitos y rogaba por agua o algo más que una barrita de cereal en las cortas paradas. Finalmente, en contra de todos los pronósticos y a pesar de la desconfianza de Vulqui, los tres llegamos a la cima, y ahí la vista fue simplemente indescriptible. Estábamos justo frente a Triglav, el pico más alto de la zona.

La bajada fue rápida gracias a los resbalones y las ganas de llegar a comer algo. Tadej nos llevó a un restaurant en el medio de la nada, en una casa del 1100 rodeada por montañas, donde servían comida típica buenísima. Ahí recargamos las baterías y nos charlamos todo de la vida. Tadej nos había organizado un día espectacular y hasta el cansancio era placentero.
De vuelta en casa, Branca pasó un ratito a despedirse. Nos tomamos unos mates y preparamos todo para partir hacia Italia bien temprano por la mañana.

Eslovenia nos sorprendió con su naturaleza, sus lugares hermosos, una capital muy especial y un desconocido que nos hizo sentir como en casa.