sábado, 23 de octubre de 2010

Embarcados en Normandia

Nos costó dejar París, no sólo porque la habíamos pasado muy bien ahí, sino porque Nico había dejado el auto en las afueras y tuvimos que tomarnos un metro y un tren para llegar. El estacionamiento en París es demasiado caro.

Metimos todas nuestras cosas en el baúl y arrancamos. El destino era la casa de Nico en Normandía, en las afueras del pueblo Sainte Marie d’Eglise y muy cerca de la playa, a unas cuatro horas de París. Sin embargo, como buen organizador, Nico nos había preparado otras visitas en la ruta. Sugirió varios destinos, entre los cuales figuraban un castillo medieval, un pueblo típico y las playas del Día D. Aceptamos todos, por supuesto.
Equipados con fiambres y la infaltable baguette, paramos en el camino sólo a comprar la típica sidra de la región. Decidimos almorzar en el castillo. La lluvia nos sorprendió justo cuando estábamos llegando, pero encontramos una carpita en el jardín que nos albergó, y nos bajamos los fiambres, los quesos y la sidra en un ratito nomás. Después de una breve sobremesa, comenzamos la recorrida.

Lamentablemente debemos decir que el castillo medieval no fue de nuestras visitas favoritas. Quedaba poco de la estructura original, y nosotros estábamos esperando la muralla, el foso y el puente de los dibujitos. El edificio mejor conservado era la granja, pero lo habían ocupado con una muestra sobre la familia dueña del terreno, que se dedicaba a excavaciones petroleras o algo por el estilo. Muy extraño.

Sin dudarlo, decidimos continuar nuestro camino. La siguiente parada era Bayeux, una ciudad normanda con especialidad en tapices y que conserva la arquitectura típica de la región (adobe + madera), ya que zafó del bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Chiquita, pero muy pintoresca. Apenas llegamos nos encontramos con una iglesia muy similar a Notre Dame, pero más gótica. Nos caminamos las callecitas del centro histórico, el interior de la catedral y en un ratito agotamos Bayeux.

Muy cerca de allí comenzaban las playas de Normandía. Como se imaginarán, el interés en esas playas no era geográfico sino histórico. En sí, el mar y la arena no son especialmente lindos, pero si uno se imagina miles de soldados desembarcando en la Segunda Guerra Mundial, se vuelve bastante interesante. De repente, estábamos ante Omaha Beach, adonde llegaron los escuadrones americanos. Todavía se podían ver bloques de hormigón enormes que habían tirado para cortar las olas.

Como en el Sur de Argentina, en Normandía hay una diferencia muy grande entre mareas, por lo que cuando hay marea baja se puede disfrutar de metros y metros de playa. Daba ternura ver a los veleros en el muelle, reposando sobre la arena y esperando a que el mar vuelva a crecer para salir a navegar.

Metidos en el tema bélico y habiendo pisado el mismo suelo donde se desarrolló una de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial, nos fuimos a ver el resultado: un cementerio estadounidense con miles de caídos en el Día D. Es curioso que el territorio en el que está, justo sobre la playa, fue cedido en perpetuidad por el Gobierno francés a los Estados Unidos. Lamentablemente para la riqueza del relato, arribamos a este lugar 15 minutos después del cierre. Por suerte habíamos visto “Rescatando al soldado Ryan”. Algún día volveremos a completar este capítulo fundamental en nuestro tour funerario.

Seguimos camino a casa. Nos esperaba la mamá de Nico. Llegamos y enseguida se nos pasó el desencanto. La casa estaba en el medio del campo y la única propiedad alrededor era un castillo, justo enfrente (en su estadía en Buenos Aires lo había mencionado, pero no pensamos que era tan literal). De hecho, su casa fue hecha en lo que eran las caballerizas del castillo. Una casa enorme que funcionó muy bien como hogar de 9 hermanos. Conocimos a Marité, la heroína de la historia.

Comimos los cuatro y charlamos de nuestro tema del momento, o sea la guerra. Marité era muy chiquita cuando tuvo que dejar su casa con sus padres porque todo el pueblo había sido destruido en los bombardeos. Improvisando un poco con el francés y mediando con el inglés, pudimos entendernos bastante.

A la mañana siguiente amanecimos con un desayuno campestre con dulce casero y todo. Juntamos energía ya que el plan de la mañana era, paradójicamente, embarcarnos en la playa del desembarco. Fuimos a navegar en velerito frente a Utah beach, otra de las playas con Historia. Paseamos por un ratito, disfrutando de la marea alta y del solcito, y aprovechando para pelar la malla por primera vez en el “verano”. Vimos toda la costa desde el agua y hasta nos cruzamos con el inmenso barco que hundieron los yanquis, también como corta olas. Una experiencia increíble.

Volvimos a casa para almorzar. Los principales ingredientes de la comida habían salido de la huerta del jardín. Un lujo. Nos relajamos un rato afuera, pero como también había que proveer la cena, nos fuimos a la playa. La marea había bajado notoriamente dejando al descubierto un criadero de ostras. Estos bichitos se “cultivan” en unos sacos metálicos, que quedan completamente cubiertos por el mar la mayor parte del tiempo y que, periódicamente, se limpian de algas y demás adherencias. Esto lo aprendimos gracias a un pescador que amablemente se ofreció a explicarnos el proceso. No eran las ostras lo que nos importaba, sino los mejillones que se concentraban en las patas de las estructuras del criadero. Sacamos unos cuantos kilos y, después de limpiarlos, nos lo comimos con una salsita de vino blanco. Todo muy natural.

Nico ya nos había contado que por el cumpleaños 70 de su mamá, con los hermanos le habían regalado un viaje con estadía en un monasterio en el Sur de Francia y el encargado de llevarla era él. Casualmente, el primer día de viaje pasarían por Mont Saint Michel, uno de los lugares pendientes en nuestra lista. Así que a la mañana siguiente estábamos metidos los 4 en un 206 con equipaje y todo.

El camino al monte tuvo varias paradas en los miradores. Desde allí, las mejores vistas de ese peñasco increíble con una abadía del siglo X con su respectivo pueblo y muralla alrededor. La particularidad de este lugar, es que en los momentos de marea alta, queda absolutamente aislado, accesible únicamente en barco, pero cuando la marea baja queda como un oasis en el medio de la arena. Gracias a esto, fue impenetrable para los ingleses durante la Guerra de los Cien años, convirtiéndose en un ícono de resistencia francés.

En una de las vistas aprovechamos para almorzar y nos hicimos un picnic a lo francés, con una buena baguette llena de cosas. Marité había estado en todos los detalles y nos malcrió hasta con un postre.

Finalmente llegamos al monte. Fuimos subiendo por adentro del pueblo y entramos a la abadía. La distribución subía y bajaba siguiendo la forma de la roca. Se notaban sus 11 siglos de historia y cómo había ido cambiando en ese tiempo. Sin embargo, lo más impresionante seguía siendo su ubicación. La vista desde la terraza era increíble. No había nada alrededor.

Fuimos bajando para irnos, cuando Vulqui gritó “no lo puedo creer boluda!”. En el Mont Saint Michel en Francia, se encontró con Liz, su amiga belga que había conocido en Nepal y se estaba yendo a vivir a España (la misma que nos recomendó Ghent). Semejante ensalada geográfica lo mareó tanto que empezó a hablarle en español, pasó al francés y terminó en inglés afrancesado. Por suerte, se entendieron. No habíamos podido cruzarla en su ciudad pero tuvimos revancha. Igual, la veremos más adelante en España.

Nico y Marité nos llevaron hasta la ciudad más cercana, para encontrarnos con Olivier, a quien habíamos contactado por internet para compartir el viaje a Brest, nuestro siguiente destino. Nos despedimos de nuestros compañeros de escapada con un lindo abrazo al costado de la ruta y nos subimos al otro auto.

Olivier recordaba un poquito de español de su época de estudiante, así que con nuestro francés, tuvimos una charla bastante entretenida. Nos dejó afuera del aeropuerto de Brest, donde a los pocos minutos aparecieron Jose y Max para transportarnos a su búnker en el medio de un lugar espectacular.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Paris: liberté, egalité, fraternité y cielo azul (Parte II)

Después de una serie de combinaciones en el metro, llegamos a la Rue Rouvet, donde nos esperaban Martin y Sophie, a quienes habíamos llegado a través de Leo y Maga, amigos de Vulqui. Martin es argentino y Sophie francesa. Los dos muy buena onda.

Dejamos los bártulos en la casa y nos fuimos de pic nic al Parque La Villette, muy moderno y a pocas cuadras de ahí. Así que después de haberlo visto desde afuera, ahora éramos parte de un pic nic a lo parisino, con vino, queso y demás manjares. Comida y charla para empezar a conocernos. La pasamos muy bien.

Entre los dos nos recomendaron un recorrido para esa misma tarde. El destino era Montmartre. Subimos derecho a Sacré-Coeur y nos quedamos fascinados con la vista desde ahí, tratando de adivinar cuál era cada uno de los edificios que veíamos. Fuimos bajando y perdiéndonos en las callecitas del monte, y tal cómo nos habían indicado, nos encontramos con el Moulin Rouge. Ya estaba cayendo la noche y la marquesina estaba toda iluminada, tal cual la imagen que uno tiene de las películas. Sólo por curiosidad averiguamos el precio para entrar: 150 Euros por persona la entrada más económica para la cena-show. No teníamos cambio, así que tuvimos que irnos a cenar a Mc Donald’s.

La vuelta a casa tuvo su escala en la Opera, uno de los edificios que nos faltaba conocer. Nos sentamos un ratito a mirarla, pero por el rabillo del ojo algo nos llamaba más la atención. A unos 200 metros se divisaba una columna altísima en el medio de una plaza. Era la Columna Vendôme. El camino hasta allí era una seguidilla de joyerías y tiendas lujosas, y la plaza a su alrededor era el lugar de los Hoteles más famosos y más caros, como el Ritz. En el centro de semejante opulencia, se levanta una columna de bronce de más de 40 metros de alto. Fue construida en homenaje a una de las victorias de Napoleón y forrada por el bronce de los cañones de sus enemigos. Grabada con bajorrelieves sobre las distintas batallas, y, como si fuera poco, coronada por una escultura de Napoleón vestido de emperador romano. Ya no había dudas, Paris tenía de todo.

El domingo nos esperaba con uno de los platos fuertes: el Louvre. El primer domingo del mes es gratis entrar al Louvre, por lo que aficionados al ahorro, allí estábamos. Intentamos llegar temprano, pero el tiempo es algo muy relativo. Para dos amantes del buen dormir, estar haciendo la cola a las 10 de la mañana era casi estoico. Sin embargo, para cientos de personas no era demasiado esfuerzo. La cola llenaba el primer y el segundo patio completos (muchos metros cuadrados). La cola más larga que hicimos en nuestra vida. Especulamos con la idea de que Fernando, el artista mexicano que habíamos conocido en el micro, estuviera allí, ya que habíamos quedado en encontrarnos. Evidentemente él había contado con lo mismo de nuestra parte. Por suerte, la fila avanzó bastante rápido. Fernando apareció y los tres entramos al museo más famoso del mundo.

Nuestra visita al Louvre fue perfecta, considerando no sólo el hecho de que no pagamos entrada, sino que también hicimos la recorrida con un especialista en arte. Tuvimos siempre muy en claro las obras que queríamos ver (las pochocleras, nada muy original) y nos limitamos casi puntualmente a ese plan. El museo era demasiado grande como para ir boyando a la deriva. Así fue como nos recibió “La victoria de samotracia”; hicimos los honores a la “Venus de Milo”; nos enteramos de todos los secretos de “Las bodas de Caná”, mientras todos se distraían sacándole fotos a la Gioconda (obviamente hicimos lo propio un rato después); nos inspiramos con el espíritu revolucionario de “La libertad guiando al pueblo” y nos maravillamos de la vigencia del “Código de Hammurabi”. Después de 5 horas de rememorar las clases de Historia del Arte, nos premiamos con un almuerzo a la sombra de una de las pirámides de cristal de la entrada.

Fernando correría hacia otro museo y nosotros descansaríamos en los jardines para estar listos para la frutilla del postre: subir a la Torre Eiffel. Quedamos en encontrarnos allí a las 7 para ver la puesta del sol sobre la ciudad.

Nos tomamos el resto de la tarde con tranquilidad. Volvimos a transitar la Place de la Concorde, los Champs Elysées y otros recovecos para arribar a la hora señalada. Otra vez, nos esperaba una larga cola y Fernando.
La Torre Eiffel está en París desde 1889, gracias a una exposición. En un principio, los parisinos no soportaban esa estructura de hierro tosca de más de 300 metros de alto, y la única razón por la que se la bancaban es porque funcionaba como antena de radio. Paris aprendió a quererla y hoy es su principal atracción turística y el objeto de merchandising número uno en gift shops y senegaleses ambulantes.

Subimos en ascensor al segundo nivel y no paramos de sacar fotos. Con más luz, menos luz, de un águlo y de otro… el sol fue desapareciendo, la ciudad se fue encendiendo y nosotros estábamos cada vez más agarrados de la baranda tratando de creer que estábamos en Paris.

Se hizo la hora de bajar y de despedirnos de Fernando. Cada uno seguiría su viaje y tal vez en algún momento nos volveríamos a cruzar. Para terminar de empacharnos, hicimos una parada en Trocadero antes de tomar el metro a casa. La miramos una vez más, espectacular, iluminada de pies a cabeza.

El lunes nos sorprendió nublado. A pesar de haber chequeado que Versailles estaba cerrado, decidimos ir a ver “sólo” los jardines. Unas 800 hectáreas de parque con fuentes, esculturas, canales, bosques y arreglos florales, todo milimétricamente diagramado. El día nos lo permitió y a lo Luis XIV nos caminamos los jardines durante varias horas. No faltó el sanguchito a la orilla del canal, claro. Nos relajamos y disfrutamos de la desconexión temporaria. Después de unas cuantas horas, emprendimos el regreso para asistir a nuestra cita. Teníamos cena con Nico y Nina, su novia.

Llegamos a l’Argentine, la estación del metro correspondiente, vino en mano. Siete pisos por escalera. Nico ya nos había adelantado que el departamento era chiquito, pero realmente no le habíamos creído. Nina vivía en ¡9 metros cuadrados!, pero con una ventana desde donde se veía Montmartre y a pocas cuadras del Arco del Triunfo. Un lujo. Degustamos paté, quesos y vinos, nos charlamos todo al ritmo de la música brasilera y nos volvimos a casa.

El martes era nuestro último día completo en París. Desayunamos con Martín y nos fuimos a visitar Montparnasse, una de las pocas zonas que nos había quedado pendiente. Empezamos el recorrido en las catacumbas, una de las atracciones más bizarras de París. A fines del 1700, por problemas de salubridad y espacio , el gobierno de París decidió exhumar los millones de restos de los principales cementerios y llevarlos a estos túneles. La procedencia de los huesos fue catalogada, por lo que cada montaña ósea tenía su respectivo cartel indicando el origen y año de traslado. La identificación individual queda del lado del visitante. Todo armado con bastante sentido del humor, hay que decirlo. Entre los cúmulos de huesos se podían adivinar dibujos, pero el que se llevaba todos los premios era el corazón de cráneos. Muy romántico.

A la tarde, decidimos seguir el consejo de Martín e ir a ver el “deporte nacional francés”: no el ciclismo, como creímos ingenuos, sino la huelga. Los franceses tienen una gran cultura de protesta. En esta oportunidad el reclamo era porque querían subir la edad de retiro de 60 a 62. Esos dos años de diferencia desencadenaron marchas en todo el país. En París, columnas organizadas de gremios avanzando desde la Plaza de la República y hacia la Bastilla. Cada grupo con su bandera correspondiente, remeras identificatorias y un señor con megáfono alentándolos a gritar y cantar que estaban en contra de la modificación. Estos señores no vestían campera de cuero y no vimos el puesto de pancho y coca, pero la situación podría haberse ubicado en la Plaza del Congreso tranquilamente.

Volvimos a casa después de un día distinto. Preparamos la comida y recibimos a Martín y Sophie para compartir nuestra última velada parisina. Todavía no nos habíamos ido y ya estábamos buscando cómo volver a París. Especulando con el tiempo que tendríamos dos semanas después entre los vuelos en la ida de Brest a Berlín. Alguna forma tendríamos que encontrar…
A la mañana siguiente Nico nos esperaba para emprender el road trip por Normandía. Otra aventura.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Paris: liberté, egalité, fraternité y cielo azul (Parte I)

Compartimos un desayuno rápido con Robin y corrimos al tram. Teníamos que llegar a la estación a tomarnos el micro que nos llevaría a una de las ciudades del top five europeo: Paris.

Había demoras y en la espera empezamos a hablar con un chico. Después de unas pocas palabras en inglés, terminamos reconociéndonos como mexicano y argentinos. Aprovechamos para volver al español y le sacamos punta a la lengua todo el viaje. Fernando llevaba en Europa más de un mes y estaría por 5 meses. Su viaje era básicamente educativo, ya que como pintor paisajista estaba enfocado principalmente en conocer todos los museos. Hablamos bastante de arte, de la política latinoamericana, de los zapatistas, etc. Sólo claudicamos el último rato que nos quedamos dormidos. Cuando llegamos, intercambiamos mails y quedamos en vernos uno de esos días, ya que él estaría también por una semana en Paris.

Encaramos para el metro e hicimos, como es debido, la cola para el ticket. En los 5 minutos que esperamos vimos cómo se colaban unas 15 personas. Saltaban el molinete y pateaban la puerta de seguridad, o se metían en trencito, o pasaban por abajo, etc., etc. Por primera vez en Europa, nos sentimos civilizados.

Fue muy fácil llegar a destino, todo estaba bien indicado. Nuestro primer anfitrión en Paris era Julien, un couch surfer, pero al que habíamos llegado a través de Nina, la novia de Nico, quien estuvo parando en casa a principios de año. Realmente una cadena de favores.

Nos sentamos un rato a charlar en su living. Julien hablaba muy bien español, por lo que la comunicación iba a ser sencilla. Resultó ser un periodista y documentalista, con un interés particular en Latinoamérica. Había viajado por Argentina hacía algunos años, pero nosotros éramos los primeros argentos que alojaba.

Después de un rato, nos invitó a acompañarlo al parque adonde iba a correr con su vecina Sophie. Aceptamos sólo la parte del parque, no estábamos para la aeróbica. Buscamos a Sophie y nos fuimos. Vulqui feliz de usar su francés. Vicky tratando de recordar palabras aisladas. El Parc Buttes Chaumont, de estilo romántico, está planteado en una montañita y reproduce la naturaleza a través de cascadas, barandas de cemento que simulan troncos, un lago artificial y hasta una cueva. Como todavía era verano, había recitales en una parte del parque, así que después de una recorrida nos sentamos a ver una banda bastante interesante. A nuestro alrededor, todos de picnic. Lejos del picnic argento con mate y bizcochitos, los franceses hacen lo propio con vino, baguette y quesos varios. Los vasos de plástico tampoco tienen lugar, llevan sus propias copas y todos los utensilios necesarios. Además, la mujeres parisinas son naturalmente elegantes, por lo que usan para ir al parque vestidos que las argentinas se pondrían para una salida formal. Mucho glamour.

Nos costó un rato encontrar la casa a la vuelta, pero en el intento descubrimos que el barrio de Julien era muy interesante. Principalmente de inmigrantes y con una energía muy especial. Incluso nos cruzamos con una francesa que al escucharnos hablar en “argentino” nos contó que había vivido unos años en Lanús acompañando a un viejo amor. No preguntamos si Este u Oeste.

El segundo día nos esperaba sin una nube y con la temperatura justa para andar. Saltamos de la cama con ganas de empezar a conocer Paris. Habíamos quedado en encontrarnos con Nico en la estación Argentine del metro (la única estación con el nombre de un país en el metro de Paris). Paradójicamente, Nina, su novia brasilera, vivía muy cerca de allí. Fue una alegría volver a verlo. Caminamos juntos hasta el Arco del Triunfo. Lo gastamos de tantas foto, le sacamos de adelante, de atrás, del costado, de abajo… Seguimos por Champs Elysees pispeando alguna vidriera, pasamos por el Grand y el Petit Palais, y terminamos deslumbrados por el puente Alexandre III que desemboca en la majestuosa entrada del Hôtel des Invalides.

En Paris todo es monumental. Los edificios son enormes, con una presencia increíble. Todo muy imperial, con cúpulas y decoraciones doradas. Para donde se mire, hay algo deslumbrante. El diseño de las calles contribuye a crear este ambiente. Las avenidas son en su mayoría anchas, lo que genera una sensación de mucha amplitud. Lo curioso es que el Arq. Haussmann hizo este planteo alrededor de 1850, cuando todavía no existía el automóvil.
A pesar de ser de Normandía, Nico nos guió como un local. Estaba un poco de turista y un poco de parisino. Almorzamos unos sándwiches en unos jardines y dimos un último paseo con Nico, que desembocó en el Champ de Mars, la antesala de la Torre Eiffel. Si al Arco lo gastamos, a la Torre la podríamos dibujar de memoria.

Después de un rato, volvimos para atrás porque Nico nos había conseguido entradas para el Hôtel des Invalides. Es principalmente un museo de guerra y la mayor atracción es la tumba de Napoleón, que obviamente, tiene la suntuosidad digna de un emperador. Nos encontramos con armaduras y armas de todas las épocas, historia de la Primera y Segunda Guerra Mundial, Charles de Gaulle, etc., etc.. Lo recorrimos hasta que no aguantamos más.

Antes de volver, seguimos el consejo de Nico y nos fuimos a Trocadero, el lugar con la mejor vista de la Torre Eiffel. El sol se fue apagando y la Torre se fue encendiendo. Valió la pena.

Cenamos algo rápido en la casa y salimos de copas con Julien en un barcito cercano. Paris no era Alemania, Bélgica ni Holanda, la cerveza no sólo era más cara que la Coca Cola (en los otros países no), sino que era hasta más cara que el vino. Íbamos a tener que cambiar de hábito.

Nuevamente cielo azul para el tercer día. Como nos encontrábamos con Nico después del mediodía, aprovechamos la mañana para hacer turismo funerario. Nos fuimos al Cementerio Père Lachaise, donde hay varias tumbas famosas, entre las cuales están las de Edith Piaf y Jim Morrison. Tardamos casi una hora en encontrar la de Morrison. La de Piaf fue una gran incógnita.
Nico nos esperaba en la puerta de Notre Dame. Caminar desde el metro y descubrirla fue increíble. No dudamos un minuto en subir a la torre, sabíamos que la vista iba a ser especial. Todo lo que tiene Paris, desde arriba y acompañado de gárgolas de cuento. ¡No daban ganas de bajar!

Salimos y caminamos un poco por los alrededores de Notre Dame, que está en la Ile de la Cité. Esta isla se encuentra en el medio del Sena y fue el lugar de los emplazamientos originales de Paris, de la época de los romanos, galos y demás. Cerca de la iglesia se despliega el Quartier Latin, el barrio más antiguo. Esta parte, a diferencia del resto, tiene otra escala. Está llena de calles angostas y una imagen más antigua. Es como el núcleo desde donde creció la ciudad. Salimos de ahí por el primer puente que tuvo Paris, el Pont Neuf.

Era jueves, y el plan propuesto por Nico era ir al Museo de Arts y Metiers, gratis después de las 6. Como no estábamos para hacerle asco a un ofrecimiento gratuito, fuimos. Resultó ser más interesante de lo que esperábamos. Encontramos inventos de todo tipo. Los primeros relojes, las primeras computadoras, cámaras de fotos, autos, bicis, objetos voladores y hasta un colectivo a vapor.

A la salida, la noche recién empezaba, así que decidimos sacarle jugo al pase del metro y nos fuimos a ver algunos monumentos de noche. Volvimos al Arco, a Notre Dame, comimos nuestro tradicional Kebab (la opción más barata en Paris) y hasta nos vimos un partido de Petanc (algo parecido a las bochas), en una de las plazas.

¡Nuestro cuarto cielo despejado! Un record de permanencia de buen tiempo en lo que iba del viaje. Preferimos aprovecharlo antes de que se cortara la racha e hicimos un paseo en barco por el Sena. Un recorrido por los lugares tradicionales, pero desde el agua. Nos agenciamos nuestro lugarcito en la cubierta, “sanguchito” en mano y con solcito en la cara. Otra vez, 300 fotos de la Torre Eiffel y otras tantas de Notre Dame. Eso sí, desde un ángulo distinto.

Tuvimos que abandonar el paseo romántico en una de las paradas. Nos habíamos colgado y Nico nos esperaba en la fuente de Saint Michel. Para llegar ahí, todavía teníamos que atravesar toda la Place de la Concorde. Le metimos pata, pero no pudimos hacernos los distraídos delante del obelisco. Gracias a las cualidades “diplomáticas” de Francia, y un poquito de hambre imperialista, el generoso Mohamed Ali (el Virrey de Egipto, no el boxeador) decidió obsequiarle a Francia por voluntad propia y sin presiones, un obelisco de 25 metros y más de 200 toneladas, que estaba demás en el templo de Luxor. Para ello, construyó un barco ad hoc que remontó mares y ríos, incluido el Sena. Así es como Paris tiene hoy en una de sus plazas centrales, un monumento egipcio, con punta de oro e inscripciones jeroglíficas. Muy groso.

Finalmente, arribamos al punto de encuentro. Nico esperándonos como siempre. Nos armamos un pequeño recorrido que incluyó una pasada por el Panteón, la iglesia de St Etienne du Mont con unos vitraux espectaculares, y terminó en el Parque de Luxemburgo. El clima no podía ser mejor. Agarramos un par de sillitas que estaban sueltas por el parque (no, nadie se las roba) y nos sentamos al solcito. Teníamos sólo un ratito para relajar, ya que teníamos que volver a lo de Julien a preparar la cena. Estaban invitados también las vecinas y el novio de una de ellas.

Nos lucimos con unos fideos a la bolognesa, abusando de nuestras raíces italianas. La pasamos bien mezclando el francés, español e inglés. Todo sea con el fin de entendernos, claro.

Una de las chicas no se sentía muy bien, así que Vulqui tuvo que trabajar por segunda vez en el viaje. “Es probable que sea apendicitis” diagnosticó el mono doctor después de revisarla. Con el correr de los días nos enteraríamos que los 11 años de carrera no fueron en vano, ya que Melanie fue operada de apéndice al día siguiente.

La noche estaba en pañales, por lo que después de cenar nos fuimos a bailar. Julien nos llevó a “Alimentation Générale”, un boliche en el que había una fiesta brasilera. Nos bailamos todo. Muchos brasileros derrochando gracia y muchos europeos tratando de moverse al ritmo. Muy divertido.

La mañana siguiente desayunamos con Julien, nos despedimos y partimos a nuestro nuevo hogar parisino: la casa de Martín y Sophie.

Cuatro días habían pasado de nuestra llegada a París, pero todavía nos quedaba mucho por hacer…

sábado, 2 de octubre de 2010

Bruselas, más que repollitos

Sólo nos quedaba un destino por conocer en Bélgica: Bruselas. Una ciudad de la que no nos habían dado buenas referencias, pero que se la disputan entre Flandes y Vallonia. Geográficamente, Bruselas queda en la región de Flandes, pero en su mayoría es franco parlante como Valonia. Como si fuera poco, los habitantes de esta capital de un país tan dividido, no se sienten ni de uno ni del otro lado. Bruselas es, entonces, la tercera región de Bélgica (o la cuarta si se cuenta la parte que habla alemán en el límite Este). Realmente paradójico que un país con una superficie menor a cualquier provincia de Argentina tenga tantas divisiones.

Con todo esto encima, decidimos dedicarle un día y una noche a la ciudad. Partimos en tren desde Sint Niklas y llegamos a la estación central. Nuestro anfitrión en Bruselas era Robin, un couch surfer que en enero nos había visitado en Buenos Aires con su novia Colline. Aplicamos el famoso “hoy por ti, mañana por mi” y paramos en su casa de estudiante, de la que se estaba mudando en pocos días.

Desde la ventanilla del bondi, Bruselas ya acaparó nuestra atención. Nos bajamos con las indicaciones de Robin, quien nos esperaba en su casa para compartir un tecito. La casa estaba muy buena para 4 universitarios (y para no universitarios también). Tenían hasta su propia huertita y los zapallos se veían a través del techo de la cocina. Después de un rato de charla con él y una de sus convivientes, se ofreció a pasearnos un rato.

Para preciarse de tal, una buena recorrida por Bruselas, tiene que ir acompañada de las tradicionales papas fritas, por lo que el primer objetivo fue encontrar uno de los puestos recomendados por nuestro guía. Se nos complicó un poco porque ya era bastante tarde para almorzar. Sin embargo, la búsqueda nos llevó por lugares espectaculares.

Arrancamos cerca de su casa, en un barrio de portugueses. Todas las persianas de los locales estaban grafiteadas con mucho color. El reemplazo propuesto para las papas fritas era un pan portugués, pero tampoco lo conseguimos. Siguió el barrio africano. Robin nos llevó dentro de una galería en la que el 90% de los locales eran peluquerías, todos los clientes eran negros y las manicuras eran rubias de ojos claros. Definitivamente una ciudad multicultural con todas las letras.

El recorrido étnico nos llevó a una panadería turca y calmamos nuestro hambre voraz con un par de dulces. Eso nos dio un poco de energía para seguir recorriendo. Pasamos a través de un barrio tipo San Telmo, lleno de casas con antigüedades, pero popular. La diferencia es que todavía mantiene en su mayoría sus habitantes originales, más humildes, y no fue copado por casas reacondicionadas en lofts y otras yerbas.

Finalmente encontramos un buen lugar para comer las famosas papas. Comimos de la forma tradicional, y por supuesto, con cerveza. Aprovechamos para probar algunas otras frituras, pero las papas la seguían rompiendo. Con panza llena, fue más fácil disfrutar del recorrido.

Bruselas tiene principalmente una arquitectura francesa. Mucho balconcito francés con reja de hierro forjado, lo cual resultaba muy pintoresco y de alguna manera nos traía cierta añoranza a Buenos Aires. De hecho, nos recordaba también a otras ciudades sudamericanas como a la ciudad vieja de Montevideo y a los callejones y escalinatas de Lapa en Rio. Mucho grafitti y mural con personajes de historietas como Tin Tin, un belga conocido. Sin embargo, parece que la arquitectura de Bruselas no es muy apreciada. Los entendidos usan el término “bruselización” para describir una ciudad caótica. Bruselas mezcla arquitectura de diversos estilos y cuando se tiene una vista aérea, se pueden descubrir algunos edificios bastante toscos justo al lado de construcciones antiguas y delicadas. Más que caótica, nosotros la consideramos “ecléctica”.

Las reminiscencias latinas desaparecieron en cuanto pusimos un pie en el “Mark Grose”, la plaza central de Bruselas. Volvimos a Europa. Tremendos edificios, todos muy ornamentados y monumentales. Nos quedamos un rato admirados con la vista 360. La lluvia nos volvió a la realidad. Buscamos un refugio en el balcón de uno de los edificios y nos sentamos a seguir disfrutando del paisaje, realmente impactante. A la vuelta de la esquina, nos esperaba el “manneken pis”, chiquito pero famoso. Lo miramos un rato, pero nos ganó el olorcito que venía de un puesto a pocos metros. Otra especialidad belga: los waffles. Probamos y repetimos. Papas, cerveza y waffles, los belgas sí que saben comer.

Robin nos tenía guardada una última sorpresa. Fuimos hasta un estacionamiento de varios pisos en el centro y subimos hasta la terraza. Sin pagar un peso, pudimos tener una tremenda vista aérea de la ciudad. Espectacular. No había grandes edificios alrededor, así que teníamos un alcance interesante. Definitivamente, un paseo completísimo.

Después de mucho andar, la pequeña vejiga de Vulqui pidió pista. En Europa hay muchos “meaderos” públicos para hombres, pero encontramos uno muy particular. Bruselas es la única ciudad del mundo en la que se puede mear la pared de una iglesia de forma legal. El lateral de este templo tiene unos pseudo mingitorios y más de uno se da el gusto. Ojo, es sólo para lo primero.

Tomamos el tram a la casa y compartimos una cena con los compañeros de depto de Robin. Un buen cierre para un buen día.

Llegamos sin muchas expectativas y nos quedamos con ganas de más. Un balance positivo para Bruselas.